Permítanme que vuelva de nuevo a la fiesta de la Inmaculada, que tanto evoca, sugiere e indica para el momento que vivimos.
Los que somos cristianos y participamos en la liturgia de ese día pudimos escuchar, una vez más, el relato de la Anunciación-Encarnación. María en ese relato se muestra soberana, libre y supremamente responsable, decide por sí misma en entera libertad ante el designio de Dios; obedece a Dios, se pliega a Él y a su Palabra: y de ahí surge, nace, una esperanza nueva y una plenitud nunca pensada o soñada; María le deja la iniciativa a Dios, que no sólo no la defrauda, sino que la colma de plenitud y de dicha; y, por Ella, también nos colma de esa plenitud a los hombres de todos los tiempos.
María, esclava del Señor, no sólo no se empequeñece, sino que queda engrandecida; y, con Ella, toda criatura humana. ¡Qué contrario a la mentalidad del hombre de siempre, ya desde el relato de la caída de Adán y Eva hasta nuestros días: esa mentalidad, convertida a veces en ideología, conforme a la cual el hombre piensa y decide construirse a sí mismo, reconstruir el mundo, sin contar realmente con la realidad de Dios! ¿A dónde conduce esa mentalidad, esa forma de ver las cosas o esa toma de decisión? ¿Conduce a la plenitud, grandeza y dignidad de todo hombre, o conduce, de hecho, a la manipulación del hombre, a su pérdida o a su quiebra? Si en nuestra vida de hoy o de mañana prescindimos de Dios, o queremos construirnos y construir el mundo sin que Dios cuente y sin aceptarle a Él y su voluntad amorosa, todo cambia, todo se vuelve al final manipulable, pierde su dignidad esta criatura humana, imagen de Dios, y, por tanto, la consecuencia inevitable es la descomposición moral, la búsqueda de sí mismo en la brevedad de esta vida, en la que sólo nosotros habríamos de inventar cómo construirla.
Esa mentalidad está muy extendida hoy en algunas corrientes de pensamiento y culturales o ideológicas como si fuese lo más progresista o lo más «moderno», pero es algo tan antiguo y superado que se remonta ¡nada menos! a Adán y Eva, a lo más arcaico y retrógrado, como es el origen del mal. En algunas de estas ideologías, pienso ahora por ejemplo, en la de género –la más insidiosa de todas–, de origen e influencia marxista, Dios desaparece, Dios creador no tiene sentido, el hombre queda volatilizado.
Esto, además de negar el primer artículo de la fe –«Creo en Dios, creador de cielo y tierra»– e ir contra todas las religiones monoteístas, destruye a la humanidad, va contra el hombre y su dignidad. Por eso, hace años, en una Instrucción Pastoral de 2006, señalamos los obispos españoles estas palabras de gran actualidad que resuenan con especial intensidad al evocar la fiesta de la Inmaculada: «El mal radical del momento –decíamos– consiste, pues, en algo tan antiguo como el deseo ilusorio y blasfemo de ser dueños absolutos de todo, de dirigir nuestra vida y la vida de la sociedad a nuestro gusto, sin contar con Dios, como si fuéramos verdaderos creadores del mundo y de nosotros mismos. De ahí, la exaltación de la propia libertad como norma suprema del bien y del mal y el olvido de Dios, con el consiguiente menosprecio de la religión y la consideración idolátrica de los bienes del mundo y de la vida terrena como si fueran el bien supremo».
Cierto que esto último no es aceptado por posturas que defienden y propugnan, por ejemplo, como forma de vida y ordenamiento de la sociedad el laicismo –no la sana y verdadera laicidad, expresión a veces utilizada inadecuadamente, tal vez con dolo, por esas posiciones confesionalmente laicistas–. Respetamos a todos, pero exigimos también que nos respeten. Con todo amor, respeto y comprensión miramos a quienes mantienen esas posiciones, precisamente por nuestra fe, pero no podemos admitirlas porque son contrarias al hombre y a la verdad. No se puede, por ejemplo, en virtud de una ética común laica, sostener la licitud del aborto o la negación de la naturaleza y verdad del matrimonio. Que nadie tema a la fe en Dios único para la defensa del hombre, que nadie considere el monoteísmo religioso, la fe cristiana, como una amenaza para el hombre, la amenaza en todo caso estaría en el imponer una forma de pensamiento único y de ordenación de la sociedad donde Dios, la fe y el testimonio personal y público de la fe, quedasen relegados a la esfera de lo íntimo y subjetivo, de lo privado.
Con toda certeza y sencillez, con el ánimo de ofrecerlo a todos, que no imponerlo a nadie, los cristianos, los hombres de fe, reivindicamos que «si vivimos bajo los ojos de Dios, como María, y si Dios es la prioridad de nuestra vida, de nuestro pensamiento y testimonio, como acaece en la Inmaculada, lo demás es sólo un corolario. Es decir, de ello resulta el trabajo por la paz, por criatura, por la protección de los débiles, el trabajo por la justicia y el amor» (Cf. Joseph Ratzinger, Ser cristiano en una era neopagana, p. 205).
Tras la fiesta de la Inmaculada, patrona de España, en defensa de la verdad, quiero finalizar con la conclusión de la mencionada Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal, que invito a conocer, leer, estudiar y aplicar. En la situación que vivimos, teniendo la mirada contemplativa a la vez que suplicante puesta en la Virgen Inmaculada, termino expresando, con mis hermanos obispos, «nuestra voluntad y la voluntad de todos los católicos de vivir en el seno de nuestra sociedad cumpliendo lealmente nuestras obligaciones cívicas, ofreciendo la riqueza espiritual de los dones que hemos recibido del señor, como aportación importante al bienestar de las personas y al enriquecimiento del patrimonio espiritual, cultural y moral de la vida. Respetamos a quienes ven las cosas de otra manera. Sólo pedimos libertad y respeto para vivir de acuerdo con nuestras convicciones, para proponer libremente nuestra manera de ver las cosas, sin que nadie se vea amenazado ni nuestra presencia sea interpretada como una ofensa o como un peligro para la libertad de los demás. Deseamos colaborar sinceramente en el enriquecimiento espiritual de nuestra sociedad, en la consolidación de la tolerancia y de la convivencia, en libertad y justicia, como fundamento imprescindible de la paz verdadera. Pedimos a Dios que nos bendiga y nos conceda la gracia de avanzar por los caminos de la historia y del progreso sin traicionar nuestra identidad ni perder los tesoros de humanidad que nos legaron las generaciones precedentes. Nos gustaría poder convencer a todos de que el reconocimiento del Dios vivo, presente en Jesucristo, es garantía de humanidad y de libertad, fuente de vida y de esperanza para quienes se acercan a Él con humildad y confianza. La fe en Dios no quita libertad: la engrandece».
Publicado en La Razón el 13 de diciembre de 2017.