En nuestros días, en los cuales la mayoría de nuestras iglesias permanecen semivacías aun el domingo, día del Señor, el Miércoles de Ceniza es una excepción, ya que éste sigue siendo el día en el cual una gran cantidad de personas acude a los templos a fin de recibir la imposición de unas cenizas que nos recuerdan la fragilidad y brevedad de la vida.
Desafortunadamente, después de dicho día son muchos los que no vuelven a poner un pie en la iglesia durante toda la Cuaresma, puesto que las piadosas prácticas de esos cuarenta días (en los cuales la Iglesia nos anima a purificar nuestro corazón y perfeccionar nuestra vida a fin de prepararnos a la celebración de las solemnidades pascuales) son ignoradas por muchos católicos que han sustituido la iglesia por la playa y la Semana Santa por las llamadas vacaciones de primavera.
Las engañosas comodidades y los frívolos placeres de los cuales la mayoría disfrutamos nos han arrebatado el natural anhelo por los bienes espirituales convirtiéndonos en una sociedad blandengue, perezosa y anodina. Por ello, hemos trocado nuestro peregrinaje por este valle de lágrimas en un animado recorrido en el cual sufrir poco y gozar mucho se ha convertido en nuestro principal objetivo. La inmediatez y el materialismo en el que estamos sumergidos nos hace rechazar la menor incomodidad o privación por un alma que no vemos y que, además, estamos convencidos irá al cielo directamente y sin esfuerzo alguno. De ahí que, ignorando la llamada a la conversión de la Cuaresma, hayamos reducido y suavizado a un mínimo las tradicionales prácticas cuaresmales, las cuales encima son actualmente quebrantadas por la mayoría. Pues son muchos los católicos que no se sienten obligados a obedecer ni siquiera los pocos preceptos que aún quedan: el ayuno del Miércoles de Ceniza y Viernes Santo y la abstinencia de carne el Miércoles de Ceniza y todos los viernes de Cuaresma.
Paradójicamente, ahora que la abstinencia de carne los viernes ya no se observa ni durante la Cuaresma, cada vez más personas no solo renuncian a la carne sino a todo o casi todo producto animal a fin de “salvar el planeta”. Además, al tiempo que rechazamos tajantemente, como retrógrado y obsoleto, el ayuno como penitencia, practicamos con entusiasmo el ayuno intermitente que nos promete mejorar salud y figura. Encima, nos justificarnos diciendo que lo importante es ayunar de murmuraciones y cotilleos y, al final, no nos abstenemos ni de lo uno ni de lo otro. Hemos olvidado que el ayuno no es un fin en sí mismo, sino un excelente medio para que, sometiendo el cuerpo en beneficio del espíritu, logremos reprimir las concupiscencias de la carne, favorecer la pureza, reparar nuestros pecados y elevar el espíritu a fin de avivar en nosotros nuestra necesidad de Dios. Además, Cristo nos advierte de que hay demonios que solo pueden se vencidos por medio del ayuno y de la oración.
Dice San Agustín que “la oración es, el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre”. Pues es a través de la oración confiada, recta, ordenada, devota y humilde que el hombre eleva su corazón para hablar con Dios. Si reconociéramos tanto el poder de la oración como la necesidad que tenemos de ella, no nos atreveríamos a empezar y a terminar el día sin postrarnos de rodillas ante Dios. Una oración sencilla, confiada y humilde abrió el cielo al Buen Ladrón. Porque el poder de la oración confiada es tan grande que no sólo es capaz de mover montañas, sino de transformar al más grande pecador en santo.
Otra práctica de cuaresma, no menos importante y muy poco practicada, es la limosna, que implica todo aquello que se da para ayudar o aliviar las necesidades, tanto físicas como espirituales, del prójimo. Como nos recuerda el Santo Cura de Ars: “La caridad no se practica sólo con el dinero. Podéis visitar a un enfermo, hacerle un rato de compañía, prestarle algún servicio, arreglarle la cama, prepararle los remedios, consolarle en sus penas, leerle algún libro piadoso”.
Asimismo, la Cuaresma es un tiempo de penitencia, que no es más que aceptar voluntariamente y con amor todas nuestras cruces diarias, sin importar lo pequeñas o grandes que sean. Como nos recuerda Santa Teresa de Ávila, “la medida de poder llevar una cruz grande o pequeña es el amor”.
Que las piadosas prácticas de la cuaresma (el ayuno, la oración y la limosna) nos vacíen de nosotros mismos de tal manera que podamos ofrecerle a Cristo un corazón contrito y humillado cuyo mayor temor sea ofenderle y su más grande alegría sea servirle y amarle, con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, y con toda nuestra mente.