El día en que, hablando hipotéticamente, llegase a todas las partes el anuncio de la muerte de Dios, de su olvido total y de la desaparición de su Nombre entre los hombres, sólo podría ser espantoso y terrible. Pero démonos cuenta, seamos conscientes de lo que nos está sucediendo en esta sociedad: parece que hay un empeño de que así sea; existen voces y movimientos empeñados en ello. A esto puede conducir un «laicismo esencial» al que parece que se quiere llevar a nuestra sociedad. Porque ese «laicismo esencial» conlleva que Dios no cuente en la vida de los hombres, en las relaciones humanas, en el ethos o comportamiento público y social de la persona. El laicismo no deja espacio a la confesión y adoración del Nombre de Dios; es lo más contrario a aquel dicho del Señor: «Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César». El laicismo no puede permitir que Dios tenga que ver con la organización de los hombres; considera intromisión abusiva el que se señalen principios morales fundamentales, válidos en sí y por sí mismos, universales e imprescindibles para todos, que tienen su fundamento más firme en Dios creador.
Olvidan quienes así piensan con ese «laicismo esencial» –y así lo demuestra la historia, incluso muy reciente– que no puede, por lo demás, haber una sociedad libre, en progreso de humanidad y solidaria, al margen de Dios, cuyo olvido o rechazo quiebra interiormente el verdadero sentido de las profundas aspiraciones del hombre, debilita y deforma los valores éticos de convivencia, socava las bases para el respeto a la dignidad inviolable de la persona humana y priva del fundamento más sólido para el amor y estimación hacia los otros y el apoyo solidario e incondicional a los demás. Digo más: No es posible un Estado ateo; se vuelve contra el hombre. Quien no conoce a Dios, no conoce al hombre, y quien olvida a Dios acaba ignorando la verdadera grandeza y dignidad de todo hombre. Este es el gran y principal problema de nuestro tiempo: la carencia de una verdadera antropología, que no se construye al margen de Dios y menos contra Él. El asunto es muy serio: si al hombre le faltase completamente Dios dejaría de existir.
Como dijo el Papa Benedicto XVI en una entrevista para las televisiones alemanas: «El asunto fundamental es que debemos redescubrir a Dios, no a un Dios cualquiera, sino al Dios con el rostro humano, porque cuando vemos a Jesucristo vemos a Dios. Y partiendo de esto debemos encontrar los caminos para encontrarnos en la familia, entre las generaciones y también entre las culturas y los pueblos, entre los caminos de la reconciliación y la convivencia pacífica en este mundo, y los caminos que conducen hacia el futuro. Y estos caminos hacia el futuro no los encontraremos si no recibimos la luz desde lo alto» (Benedicto XVI), la luz de Dios y que es Dios, como nos enseña la Virgen María en una gran lección para el hombre de hoy.
Por eso es tan urgente y apremiante la afirmación de Dios como Dios, en su grandeza y en su infinita y desbordante misericordia y bondad, y la confesión del Creador, del Dios que hace obras grandes. Como hizo la Santísima Virgen con toda su persona y en el canto del Magnificat. No propugno una sociedad confesional, aunque ojalá que todos conociesen y creyesen, porque es ahí donde está la vida eterna (y ojalá también que siempre se respetasen en ella las convicciones religiosas y se cumpliese y garantizase en todo momento el derecho inalienable a la libertad religiosa). La fe se propone, no se impone. La Iglesia y los cristianos tenemos el deber de afirmar a Dios, como María, con la garantía y la certeza de que así afirmamos y servimos al hombre.
Tarea principal de la Iglesia, con la enseñanza de María, en su persona y en su Magnificat, es avivar y alimentar la experiencia de Dios hoy, dar testimonio de Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que su luz pueda brillar entre nosotros, para que haya espacio para su presencia, pues allí donde está Dios nuestra vida resulta luminosa incluso en la fatiga de nuestra existencia. Es preciso llegar al convencimiento, a la certeza, como la de la Virgen María, madre de los creyentes, madre de la Iglesia, de que la Iglesia existe para que Dios, el Dios vivo, sea dado a conocer, para que el hombre pueda vivir ante su mirada, en su presencia; la Iglesia existe para hacer habitable la tierra a la luz de Dios. La Iglesia existe porque, como María, como todo ser humano, es de Dios y para Dios, para dar testimonio de Dios y llevar a los hombres a Él, fuente de libertad, fundamento de su verdad, razón última de su ser.
Llevada de la fe que le anima, como a María, la Iglesia, cuando sale en defensa del hombre y reclama criterios morales válidos para todos en la vida pública, no pretende imponerse al resto de la sociedad, a quienes les corresponde la gestión pública, tampoco fortalecerse con privilegios o imposiciones sociales o morales, pero, eso sí, reclama que sea respetada en su condición y razón de ser, que es su testimonio de Dios, con todas sus consecuencias y exigencias.
Publicado en La Razón el 19 de septiembre de 2018.