Nunca he creído en la existencia del mal absoluto. Eso del mal en estado puro me parece algo que sólo se da en las malas novelas y en las películas, nefastas películas, de terror. El mal está siempre mezclado con el bien, y tan finamente mezclado que a menudo se confunden y nos confunden.
Si partimos de la base de que lo que llamamos el Mal es lo moralmente perverso, lo que daña por el placer de dañar, es decir, lo diabólico, ya podemos entender, por poca cultura religiosa que uno tenga, que ese mal se caracteriza precisamente por su afición a disfrazarse de bien y, de hecho, por su cercanía al bien. Como que los primeros que conocieron la divinidad de Jesucristo fueron los demonios. Como que quienes más deben soportar la proximidad, incluso física, de éstos son los santos.
Todos los malos, sin excepción, tienen grandes virtudes, rasgos positivos de cualquier tipo. Sólo que esas virtudes están aisladas, no guardan armonía con otras virtudes, sino al contrario, son la tapadera de terribles defectos. El marxismo, por ejemplo, en cualquiera de sus avatares, era extraordinariamente sensible a la injusticia social y apasionadamente entregado a la causa de la igualdad de los hombres. Pero esa enorme virtud no se correspondía con la verdadera caridad o filantropía universal sino que llevaba dentro de sí una carga inmensa de odio y de crueldad, que era, además, declaradamente, su mejor arma de combate.
El Islam es un caso análogo. Contemplado desde muchas perspectivas, el mundo islámico resulta admirable. Para empezar, el Corán es un libro de singular belleza literaria. A continuación, las aportaciones de la cultura islámica al progreso de la humanidad durante la Edad Media resultan indiscutibles. Y para concluir, la integración social y la solidaridad que se observa hoy en muchos pueblos musulmanes (no en todos, obviamente) debieran ser un ejemplo para nuestras sociedades postcristianas, podridas de individualismo.
Pero con todo esto, el Islam es una religión mala y perversa. Lo es porque niega la cualidad esencial de Dios, el Amor, y la niega en sí misma y en sus efectos, o en el mayor de todos ellos, que es la Encarnación y la obra redentora de Cristo, que se sustenta necesariamente sobre su divinidad. Y lo es también porque niega por completo el libre albedrío humano, porque tiene una concepción totalmente determinista y fatalista del hombre. Y porque niega asimismo la autonomía de las leyes naturales. Y porque niega la igualdad esencial en dignidad y derechos de todos los seres humanos. Y por último (por si todo lo anterior resultara mera especulación teológíca), es mala y perversa porque el Islam ha traído al mundo, desde el minuto uno hasta el día de hoy, un sinfín de guerras, de odios y de divisiones irreconciliables, tanto en su ámbito interno como en sus relaciones con la cristiandad, a la que por cierto también contribuyeron a envenenar más de lo que ya lo estaba por causa del cesaropapismo.
Por todo ello, es tremendamente insensato reaccionar ante el terrorismo yihadista favoreciendo al Islam moderado en nuestras sociedades. No me cansaré nunca de repetir que cualquier concesión hecha a las mezquitas para darles ejemplo de tolerancia, a fin de que los terroristas se aplaquen un poco, constituye un error gravísimo. Porque sólo los tontos ignoran, aunque el número de ellos crece y crece, que el terrorismo no es ciego, ni ilógico, ni absurdo; que el terrorismo siempre saca tajada social y política, o al menos aspira a ello. Y el Daesh tampoco es una excepción.
De modo que la acción policial intensa y bien coordinada internacionalmente para combatirlo está muy bien. Pero si esa acción no se acompaña de una toma de conciencia por parte de los pueblos europeos de que, hasta donde la democracia lo permita, urge restaurar la religión de Cristo y limitar al máximo la de Mahoma, estos muertos de Barcelona y los de París y los de Londres y los que vengan, habrán derramado útilmente su sangre. Sí, muy útilmente. Para el avance del Islam, claro.
Publicado en El Diario Montañés el 22 de agosto de 2017.
Tomado de ClaudioAcebo.com.