En mis infantiles veraneos de turismo rural -entonces se decía "ir al pueblo"-, la pregunta habitual era ¿de qué casa eres? Una variante era como decía la canción del grupo No me pises que llevo chanclas: ¿y tú de quién eres?

Respondías ufano: "de casa Honorario", o "Adolfo hijo de Adolfo" (muy a lo Señor de los Anillos) y seguías a tu importante actividad del bote bote o terminar una cabaña con ramas. Feliz de estar identificado ante el micro mundo que te rodeaba. Tenías una identidad que entonces te parecía suficiente.

Con los años, en mi ciudad -capital del viejo reyno como nos gusta recordar a los nativos, pero pequeña ciudad de provincias para el resto-, la pregunta era otra. ¿De dónde eres? Con más años, ya en la villa y corte, esa de la que dicen que "en México se piensa mucho en ti",  la pregunta era ¿en qué trabajas?  Y ahora, viajando por motivos profesionales por diferentes países aún hay otra pregunta más ¿cuánto cobras? ó ¿cuanto facturas

Hace unos pocos años me encontré con una pregunta diferente que con sus variantes venía a decirte ¿cuándo te encontraste con Cristo?  Fue en el entorno de la "vida en el Espíritu" al que coloquialmente muchos se refieren como de "las alabanzas, la renovación, carismáticos...".

Aún recuerdo la cara sonriente de Marisol. Me lo preguntó directamente como si fuera lo más normal del mundo. Su empatía y alegría desbordante se encontró con una cara de bloqueo de quien todavía no está habituado a abrir el corazón. Yo no estaba preparado para dar ese testimonio de un encuentro que todavía no era ni pleno ni consciente. Sin embargo, sentí y caí en la cuenta de que era la pregunta clave, el quicio de nuestra identidad más profunda y verdadera. La respuesta a esa pregunta, habitual entre cristianos renovados, es necesariamente un testimonio personal alejado de teorías, discursos moralizantes y estériles debates: el encuentro con el Amor de Dios.  

La primera vez que recibí esa pregunta sentí como el escudo de defensa se activaba como un resorte. Racionalidad tomó el mando de las emociones en la sala de mandos a lo peli inside out (Del revés), y mi mente procesaba como un opositor su lección: fui bautizado al nacer, confirmado a los catorce, siempre he cumplido el precepto dominical y cristiano viejo por los cuatro costados. Sin embargo eso nada tenía que ver con el encuentro amoroso con quien te ha salido primero a tu encuentro y te ha hecho hijo y heredero sin que tú lo merezcas.

Las primeras veces que fui interpelado cariñosamente con esa pregunta no era capaz de responder desde la corazonina. Muchos años de mobbing de racionalidad, mérito y normativina la habían arrinconado haciéndole sentir prescindible.

Por eso más que un encuentro tumbativo a lo San Pablo, hablé de un proceso jalonado de momentos imborrables. Un libro, una frase sanadora dicha en voz alta, y un progresivo rescate de corazonina de sus cadenas y mentiras.

Este verano compartía que mi encuentro es sentir la salvación gratuita de Jesucristo. En la sala de mandos de las emociones ya no había abusonas y abusadas, o al menos no tanto. Poco a poco, juicio e ira volvían a su espacio natural renunciando a su metástasis invasiva.

Quizá la carta de presentación de los cristianos de 2025 más evangélica deba ser ese testimonio de "mi conversión fue ...", o, aún mejor, "mi encuentro con Cristo es...".

Sólo desde el encuentro personal, del testimonio de lo que Cristo ha hecho en nuestras vidas podremos ser testigos creíbles y anunciadores de que estamos salvados gratuitamente y por amor.