Pensando sobre diferentes interpretaciones que se le dan a los dolores de parto de la mujer, como consecuencia del pecado original, terminé relacionando todo con la historia completa de la Salvación, que voy a compartir en este artículo.
Si bien muchas personas ven a los dolores de parto como un castigo divino, existen otros puntos de vista que son muy hermosos. Como no es el eje de este artículo, los voy a desarrollar en otro momento.
Recuerdo que hace muchos años, estudiando Torá, una profesora nos decía que el dolor de parto es tan grande para marcar la importancia del acontecimiento, lo que implica en la existencia de una mujer y la responsabilidad que ella tiene en adelante sobre esa nueva vida.
Y meditando acerca del gran dolor que sentí personalmente en los tres partos de mis hijas, me di cuenta de que si bien la sensación inmediata era insoportable, lo que me permitía sobrellevarlo era tener la mirada en lo que vendría luego, en lo que estaba a punto de acontecer, en que por fin vería la carita de mi hija y la conciencia absoluta de que ese dolor terminaría pronto.
Inmediatamente me hizo asociarlo con la cruz: una desolación inmensa, una situación dramática, injusta, que nos parte el corazón en pedazos y nos llena de dolor. Pero si se la analiza como el dolor del parto, con la mirada puesta en lo que ese acontecimiento conlleva y pensando que ese momento se vino “gestando” desde el principio de la Historia, y en el fruto que dará, entonces se sobrelleva de una manera totalmente diferente.
Miro entonces a nuestra propia historia de la salvación, como si fuera un espejo de cómo se forma una nueva vida. Somos concebidos, gestados durante nueve meses, y finalmente, totalmente formados. Luego viene el parto. Con sus signos y dolores y el triunfo de la vida.
Así, como durante la gestación perfecta del bebé en el vientre de su madre, donde cada célula, cada órgano, cada parte se va formando y perfeccionando a su debido tiempo, lo mismo ocurre con la historia de la salvación: cada etapa tiene su sentido, su razón, y no podría venir una antes de la otra.
Hay momentos de esa gestación de la persona donde una tiene la sensación de que no terminará más, donde parece que ese ansiado momento del nacimiento no llega. Sobre todo el último tiempo de espera, que a veces no es tan “dulce” como nos dijeron.
Lo mismo ocurre en la historia de la salvación de la humanidad.
Desde la creación del primer hombre, y con el pueblo de Israel después. Siglos de preparación, formación, sacrificios. Lágrimas y consuelos. Traiciones, perdones, peleas y reconciliaciones. Profetas que interpelan, anuncian, denuncian y una redención que se extiende, que parece no llegar más…
Hasta que finalmente un día, que había sido previamente anunciado, “profetizado”, pero del cual al mismo tiempo no se tiene fecha certera, comienzan a aparecer señales. Signos cada vez más claros que marcan que ha llegado el momento del parto. El momento donde el Mesías se hará hombre y morirá por nosotros en la cruz.
Es ese momento del parto donde se manifiesta el dolor más grande, pero como decía anteriormente, un dolor con pleno sentido, con la mirada puesta en el futuro, en algo mucho más trascendente que la sensación física que parece insoportable.
Y luego de ese momento tan intenso, tan difícil, aparece el fruto más preciado, la nueva vida tan esperada, tan deseada. Ese dolor tan fuerte permite el paso, en la historia de la salvación, a la Resurrección y con ella la posibilidad de una “vida nueva”, una vida eterna y en abundancia.
Y como sucede con el parto de una persona, ese dolor de la cruz queda atrás. No en el olvido, sino como una fuerte señal que marca un acontecimiento único, sublime. Necesario. Que termina siendo el eslabón esencial hacia algo mucho más grande.
Y tal como con esa nueva vida frágil que necesita ser cuidada, protegida, alimentada y honrada para crecer sana y firme (y no puede nunca dársela por sentada, como algo de nuestra propiedad, sino como un don que debemos custodiar ya que se puede perder), lo mismo ocurre con la nueva vida de la Gracia. No podemos ni creer que la merecemos, ni que ya la tenemos ganada para siempre. Debemos valorarla, sentirnos privilegiados de poder tenerla, nutrirla y estar atentos para preservarla en todo momento y así honrar siempre ese acontecimiento tan doloroso y a la vez liberador, de la Cruz.
“Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo. También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar” (Juan 16, 20-21).
Publicado por la autora en su blog Judía & Católica.