Europa y la Fe es un mayúsculo ensayo de Hilaire Belloc, en el que afina con erudición cómo fue la fe católica la que parió y crió a las naciones de Europa. También asevera con perspicacia que “la Fe es Europa y Europa es la Fe", justificando el único camino posible para la pervivencia de los pueblos del viejo continente. Aquella criatura recibió por nombre Cristiandad y desde edades muy tempranas fue adiestrada para defender la Fe que le hizo de institutriz. Fe por la que vivía y moría hasta que un buen día la Cristiandad occidental decidió emanciparse de su institutriz en busca de nuevos horizontes que le proporcionaran el sueño húmedo de la soberanía plena. Fue así como se reformó, se ilustró, enarboló la revolución e hizo suyo el progreso hasta subvertirlo en un mito. Quedaba por dilucidar cómo iba a embutir el vacío que dejaba la fe abandonada. Entonces se decidió a equipararse con los afluentes ideológicos duchos en apoderarse de los pueblos dejados de la mano de Dios.
Muy atrás quedan las ensoñaciones incongruas de Robert Schuman, para quien la democracia debía su existencia al Cristianismo. Desafortunadamente, la democracia y demás afluentes ideológicos, lejos de preservar la Cristiandad, la terminaron de defenestrar (nótese aquí la inestimable colaboración de aquel engendro llamado “democracia cristiana”, un intento de cristianismo político en estado de embriaguez matemática).
Como todo declive irreversible tiene un ángulo grotesco, los tragasantos de las democracias occidentales aún se sienten en disposición de recitar la sinfonía de los derechos humanos al nuevo gobierno de Afganistán comandado por los talibanes. Y eso que la comitiva militar salió tarifando del país de los afganos. Ya vaticinó Belloc que sí caía la fe en Europa no tardaría en periclitar todo lo que le quedara de reconocible a la criatura, porque uno de los misterios de la fe vivida por las naciones es el aporte de un saber hacer, y en definitiva de un saber vivir.
Aristóteles, en Etica a Nicómaco, define la sabiduría práctica (o prudencia) como un estado razonado de verdadera capacidad para actuar sobre los bienes humanos; o lo que es lo mismo, poner en práctica la razón para decidir lo que se debe hacer. Allá donde la sabiduría práctica se impone siguiendo la tradición de la ley natural, los hombres hacen valer los bienes universalmente reconocidos (amor amistad, verdad y justicia). En esa línea, en su magna encíclica Caritas in Veritate, Benedicto XVI nos desvela la existencia de una relación simbiótica entre el amor y la verdad, cuyos lazos son el amor de Dios a los hombres y el amor de aquellos hombres que buscan el bien de sus semejantes. Esa sabiduría práctica consistente en conjugar los bienes universales ha sido descaminada en Europa por un promontorio de ideologías funestas que traían bajo el brazo la superstición política y la superchería moral. Su único legado, la descristianización de Europa. En eso fueron la mar de eficaces; en lo demás, tierra quemada.
Como no hay desmadre a la europea que ataque a la fe y sea indulgente con el resto de virtudes, el trompeteo de esas matracas seudofilosóficas nos ha dejado una heredad de políticastros y sufragistas, laicos en el sentido más original del término, es decir, legos en la aplicación de la razón humana a los bienes universales, totalmente indoctos de prudencia. Porque los grandes bienes universales, mal entendidos y peor conjugados, se convierten en tósigos destructivos, en auténticos males que entierran toda sabiduría práctica.
Con este panorama causa sonrojo la licencia que se gastan las voces autorizadas de ese occidentalismo puritano en democracia y derechos humanos para execrar la ominosidad del nuevo gobierno afgano. Por supuesto, los talibanes son los primeros en descuajaringarse de la risa con tan irrisorio espectáculo. No es para menos ver cómo el enemigo que se gasta licencias de superioridad metafísica ha descendido del estatus de infiel a la mera categoría de degenerado.
Todavía los antiguos mahometanos respetaban reverencialmente a Cristo y la Virgen María: algo sagrado concedían al adversario. Los de hogaño no son tan pistonudos con las invocaciones de falsete de Occidente y sus democracias, y huelen a kilómetros el fariseísmo de los pueblos descristianizados en fase de derrumbe. Tal vez porque, en el fondo, Occidente y sus democracias son una fe tan talibanizada como la de los más acérrimos pastunes, pero sin el menor marchamo de autenticidad religiosa. Lo único que pueden divisar los talibanes es una ristra de pueblos degenerados, envueltos en una vorágine de tecnificación incesante que esconde el desgaste de toda sabiduría práctica. Un mundo en descomposición y apostasía que trata de arrogarse una pretendida superioridad.
Empero no hay tal superioridad por el mayor perfeccionamiento y organización de los bienes materiales. En esa falsedad y en la superstición de la condición de occidental cifra Europa su pretendida superioridad: en la ostentación de una sociedad altamente tecnificada y de una falsa metafísica. Una fe de sustitución donde no se columbra relación alguna entre la verdad y el amor, sino entre la voluntad y el gozo, no puede presentar atisbo alguno de sabiduría práctica.
Abjurada la fe católica, la única fe que le queda por arrostrar a Europa es el occidentalismo (esa falsa superioridad que se arrogan los occidentales por el hecho de serlo). No es muy aventurado pensar que si Belloc viviera para ver el percal en Occidente, concluiría que la fe ya no es Europa, ahora solo Europa es la fe.