Resulta, en verdad, paradójico que el lema elegido para responder a los atentados yihadistas recientes haya sido No tenemos miedo cuando, si algo se palpa en la sociedad catalana y española, es precisamente el miedo. Un miedo colosal, apretado y espeso, que adapta las expresiones más retorcidas, como ocurre siempre en las sociedades traumatizadas.
Una de esas expresiones es la ofuscación ideológica. Desde el separatismo absorto en su quimera, la labor de los Mossos d’Esquadra se pretende presentar grotescamente como un éxito policial sin precedentes, en un esfuerzo patético por presentarse en la palestra internacional como una nación autosuficiente; y toda denuncia de la chapucería policial que ha rodeado los atentados se entiende como un sórdido intento de dividir a los catalanes y un bilioso ejercicio de manipulación mediática. Pero sólo una sociedad corroída por un penoso síndrome de Estocolmo colectivo puede tragarse estas majaderías. Pues un análisis desapasionado nos muestra que la actuación de los Mossos d’Esquadra tras la providencial explosión del chalé de Alcanar es penosa. Si hubiesen hecho un registro mínimamente serio de los escombros causados por la explosión y hubiesen reparado en el alucinante arsenal de bombonas de butano que los terroristas atesoraban la masacre se habría evitado. Esto es un hecho incontrovertible; y tratar de negarlo es ofuscación ideológica de la peor calaña.
Pero no es esta ofuscación ideológica la muestra más retorcida del miedo que se ha adueñado de nuestra sociedad. Todavía más sobrecogedora resulta la persecución histérica de cualquier atisbo de pensamiento crítico, el furor censorio con que se castiga a las voces disonantes que se niegan a deglutir la alfalfa oficial. No estamos defendiendo, naturalmente, los burdos exabruptos racistas, ni las fanáticas lucubraciones conspiranoicas. Pero el furor censorio que se ha desatado contra las escasas voces que rompen el silencio de los corderos sólo es comprensible en sociedades genuflexas y temblonas, que son las más fácilmente manipulables. Quien se atreve a cuestionar la negligencia de las autoridades que se negaron a instalar bolardos en las calles es anatemizado como un propagandista del odio; quien osa señalar los errores teológicos más crasos del Islam es caracterizado como islamófobo. Así los manipuladores pueden conducir fácilmente al rebaño hasta el redil de sus intereses. Así un aberrante atentado islamista sirve como excusa para denunciar brotes de islamofobia. Chesterton nos enseñaba en La taberna errante que en el laicismo melifluo siempre se camufla un odio constitutivo y medular a la fe cristiana. Y también que el Islam era el catalizador que el laicista emplearía como ariete para derribar las enojosas barreras cristianas; pero que esta labor de derribo se esté realizando precisamente en estos días demuestra que la sociedad española es, en verdad, una masa genuflexa y temblona.
Y, mientras el miedo favorece el medro de los manipuladores, vuelve a helarnos la sangre en las venas el silencio de la única institución que podría traer luz en medio de las tinieblas. Hace apenas unos años, esa institución nos ofrecía discursos tan iluminadores como el que Benedicto XVI pronunció en Ratisbona; hoy sus jerarquías callan medrosas, o evacuan inanes tópicos buenistas, o –misterio de iniquidad– participan en la estigmatización de las escasas voces disonantes, como le ha ocurrido al sacerdote Santiago Martín. Así se cumple la terrible profecía de Cristo: “Os expulsarán de la sinagoga; y, cuando os maten, pensarán que están haciendo un servicio a Dios”.
Publicado en ABC el 26 de agosto de 2017.