Comienzo con una Excusatio, que pide el contexto y que, por tanto, no supone en modo alguno una Accusatio manifesta, como sugeriría el famoso adagio: soy profundamente barcelonés, catalán, español. No soy fascista, ni xenófobo, ni racista. Más bien al contrario, soy católico, y por tanto, amo y perdono a mis enemigos como nuestro padre Dios perdona y olvida mis inmensos pecados.
 
Según va trascendiendo en los medios de comunicación, los terroristas de Barcelona y Cambrils son jóvenes que proceden de varias familias de origen magrebí asentadas en Cataluña, más en concreto en la ciudad de Ripoll, “cuna de Cataluña”, con su precioso monasterio románico. Su edad oscila entre los 17 y los 24 años, han nacido en Cataluña y dominan perfectamente el catalán. Probablemente tengan un conocimiento muy rudimentario de la lengua común de España, debido al sistema educativo imperante en Cataluña.

Se trata de familias relacionadas entre sí, que se asentaron en esta idílica zona de Cataluña, en plenos Pirineos, lejos del deprimido Raval de Barcelona o de las ciudades del cinturón industrial de Barcelona, allá por los años noventa. Familias pioneras, cuyo hijos ya nacieron aquí, todo ello gracias al programa impulsado por el entonces presidente Pujol de atraer hacia Cataluña población marroquí, “no contaminada” por el castellano como era el caso de la inmigración iberoamericana, y así contrarrestar, y anular en lo posible, el efecto “españolizante” de esta última. Eran -son- “nous catalans”, de acuerdo con el uso alternativo del lenguaje al que nos tienen acostumbrados los sectores radicales de nuestra sociedad.
 
Estas familias no pasaban ninguna necesidad (en Ripoll y comarca no hay paro), es más, según testimonian algunos de sus vecinos de Ripoll, “tenían trabajo, les pagábamos el alquiler y el agua y les dábamos vales de supermercado”. Se non è vero è ben trovato.
 
En Cataluña residen oficialmente medio millón de magrebíes, aproximadamente el 7% de la población. Añádase a ello los residentes de idéntico origen sin papeles y las segundas generaciones -ya españolas- para calibrar el alcance del ejercicio de ingeniería étnica y social que puso en marcha el presidente Pujol, allá por los felices años noventa, según comentábamos más arriba.
 
¿Qué ofrecemos a esta población de hondas raíces musulmanas, me refiero sobre todo a las segundas generaciones, más allá de un trabajo precario y un modelo consumista de vida? Nada, el vacío más absoluto. El pueblo que acoge ha renegado de sus raíces cristianas y, sin valores que defender, está volcado en el “consumismo” egocéntrico y sujeto al albur de las modas ideológicas que proponen e imponen los poderosos del mundo. No es de extrañar que surjan entre las filas de estas familias musulmanas jóvenes rebeldes, tan nihilistas como los nuestros, y manipulables por los cantos de sirena de los ulemas de turno, por cierto muy radicalizados en Cataluña por el salafismo y el wahabismo, o bien por determinadas redes sociales islamistas.
 
Hagamos un examen de conciencia colectivo. De momento recemos por las víctimas y por la conversión de los asesinos.