Los últimos días de diciembre están a punto de ser tachados en muchos calendarios de Paiporta. Lo habitual por estas fechas. Es la última página de un año, 2024, que, por la tragedia vivida como consecuencia de las inundaciones, dejará una honda huella en el municipio paiportino.
Sin embargo, en los almanaques de otros hogares, agua y lodo se encargaron de detener el tiempo con un par de meses de antelación allá por el 29 de octubre. Este tiempo, esos dos meses transcurridos hasta el día de hoy, parece haberse instalado de manera siniestra en escenarios en los que destrucción y desolación caminan de la mano sin atender al desgarrado lamento y silencioso abatimiento de millares de valencianos.
Dolor y sufrimiento se han hecho fuertes en un caldo de cultivo propicio a pesar de la ingente ayuda voluntaria que, de una u otra manera, se ha brindado –cuando no ha habido trabas– en forma de desinteresado socorro e incansable ánimo a decenas de emplazamientos seriamente afectados. Hay puentes, los de la esperanza, que jamás podrán ser destruidos ante la fortaleza de la bondad y generosidad del ADN de gran parte del pueblo español.
La gota fría del 29 de octubre puso a prueba al pueblo español, y el pueblo español -en lo que de las personas dependía- respondió.
Y estas últimas semanas, que paradójicamente han volado con pocos avances y decrecientes muestras de ilusión tras los devastadores efectos de la gota fría, siguen siendo una pesadilla casi interminable para miles de habitantes del azotado Levante español. El problema, además, es que el futuro a corto y medio plazo no pinta bien ante las continuas y devastadoras exhibiciones del mal.
Paiporta puede dar buena fe de ello, aunque, francamente, a ninguno de sus vecinos le hubiese gustado que su pueblo fuese recordado por la tragedia que les asoló, esa que se cobró más de doscientas vidas tras la inusitada fuerza de una desbocada riada cuyo caudal puso fin a presentes, enterró pasados y creó incertidumbre de cara al futuro.
La realidad del presente es cruda, triste e incierta para una población desarmada de aquellos recuerdos depositados en hogares y trasteros ahora arrasados sin piedad. Sin llamar a la puerta, el mal se asentó para apoderarse de lo que no le correspondía.
Ya no están los zapatos de la boda, el traje de novia, los peluches de los niños, el álbum de fotos del viaje a Disneyland, el retrato de los abuelos, aquella vieja pantalla de ordenador, el televisor antiguo, los apuntes de la universidad, los CD y vinilos de una añorada juventud, los libros que "molestaban" en las estanterías de casa o los botes de pintura y azulejos guardados para cualquier avería doméstica futura. Ya no están. Y, lo peor, la avería es gorda.
Lamentablemente, todo quedó sumergido por casi un metro de agua, allí en la planta -2 del garaje de la comunidad, en el subsuelo de una realidad que ciertamente sigue provocando pavor, en la profundidad de eternas memorias maltratadas por el efecto de la naturaleza y la miserable vileza de los que anteponen ideología y rédito político a la protección y bienestar del pueblo.
Las iglesias de Valencia se han volcado con las tareas de reconstrucción.
Pero aún hay un rastro de luz, hay un hilo de esperanza, hay anhelados sueños e ilusiones por cumplir, aunque la situación no invite a ello en tan duros momentos que no hallan el consuelo que puede ofrecer la trascendencia de la vida, del significativo nacimiento del Niño, de la magnitud de Su llegada al mundo y la aparición de un radiante sol que se abra paso entre estas tinieblas presentes para iluminar aquel tiempo pasado y guiar nuestros pasos en futuros caminos por recorrer.