El cantautor católico Eduardo Gildemeister y Úrsula Salmón eran un matrimonio católico del Perú hasta que la muerte de Eduardo los separó en 2010. Cuando habían tenido cinco hijos y el sexto estaba en camino, al marido le vino una extraña enfermedad que en cinco días se lo llevó a la presencia de Dios.
Sola y dispuesta a continuar la crianza de sus hijos, a los dos años de la muerte de su esposo, Úrsula desarrolla cáncer de mama. Parecía que los momentos más difíciles de la batalla contra el cáncer estaban superados cuando un día, durante un paseo familiar, la madre y sus seis hijos tuvieron un accidente en la carretera; Tomás, el hijo de 15 años, falleció al instante.
No obstante la crudeza de estos hechos, Úrsula no ha renegado de su fe católica ni se ha vuelto en improperios contra Dios. Por el contrario, ella manifiesta su adhesión y su confianza en Jesucristo y espera la vida eterna, donde acaricia la esperanza, de reunirse con toda su familia para siempre.
Úrsula no protesta contra el Cielo –como si el Cielo estuviera allá arriba, en un lugar muy lejano del espacio sideral–. No, Úrsula no reclama por una sencilla razón: el Cielo está dentro de ella. El Espíritu Santo –amor del Padre y del Hijo– es la caridad que habita en su alma y alumbra su camino de fe, esperanza y caridad, aún en medio de las circunstancias más difíciles.
En diversas ocasiones la familia Gildemeister disfrutó del paisaje del campo peruano. Admiraron las criaturas como los animales, las plantas, las montañas y los ríos; todo les hablaba de Dios Creador que dejó su huella en la Creación y que todo lo domina. La naturaleza les llenaba de asombro.
Pero cuando Eduardo componía alabanzas a Dios, o cuando Úrsula y sus hijos se ponían en oración, ocurría el milagro más espectacular: el Padre Celestial venía en persona para engendrar, en cada uno de ellos, a su Hijo Jesucristo. Engendrado el Hijo, los hacía amar al Padre. Y de ese amor mutuo entre el Padre y el Hijo brotaba el Espíritu Santo dentro de ellos. Entonces la familia se gozaba teniendo a Dios como Padre, como amigo, colaborador y santificador.
La experiencia de la cercanía de Dios también es para nosotros, los que no hemos sufrido lo que Úrsula y sus hijos. Sentirse inmensamente amados por Dios y mirar con confianza el futuro –a pesar de que atravesemos por las cañadas oscuras de la vida– es fruto de la adopción que Dios hace de nosotros. Tener paz en etapas dolorosas de la vida no es sugestión mental. Es real. A quien abre el alma a Jesucristo, Él le empieza a comunicar su naturaleza divina y le da una inmensa confianza y una gran fortaleza para superar cualquier situación, incluso la pérdida de nuestros seres más queridos.
Recordemos siempre lo que dijo Dios mismo para hablarnos de su amor por nosotros: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho? ¿No se compadece del hijo de sus entrañas? Pero aunque ella te olvide, yo no te olvidaré” (Is 49,15). Sabemos también que Dios nos lo ha dado todo en Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Y aunque la vida sea difícil, para unos más que otros, los católicos practicantes podemos experimentar el consuelo de Dios por su presencia divina en nuestros corazones: Dice Jesús: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él” (Jn 14,23).
Este es Eduardo Gildemesiter, cantautor.
Publicado en el Blog del Padre Hayen.
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