Hace unos cuantos años, cuando Zapatero no se había desmelenado todavía en su laicidad obsesiva y radical, acompañé a un pariente enfermo en su estancia en un hospital público de una región conocida por su acendrada religiosidad. Al entrar en la habitación que le asignaron, me quedé perplejo. Miraba y remiraba las paredes y… nada. No se veía en ninguna parte el crucifijo que siempre, en esos establecimientos, se ponía en lugar visible y a la vista del enfermo. ¿Se había hecho una encuesta entre los enfermos itinerantes con el resultado de que era un símbolo que perjudicaba a la salud  o quitaba paz a los moribundos? No. Se trataba de una medida unilateral para presuntamente respetar a una minoría ínfima.  
 
La búsqueda de un capellán fue también laboriosa. No digo imposible, pero costó lo suyo. Creía que, en cualquier momento, aparecería con bata blanca un sacerdote camuflado de médico, con una cruz pequeña en la solapa  y que se presentaría, con la sonrisa propia de su oficio, para ofrecer sus servicios al tiempo que se interesaba por la salud del enfermo. En el trajín de la busca del cura me informaron de que las nuevas disposiciones eran que la familia solicitaba la presencia del capellán, no que el capellán se presentara en la habitación como un intruso.
 
Sentí pena por la deshumanización de aquella ciudad. En el fondo, se quería suprimir ese anhelo de vida eterna que nace en el ser humano nada más empezar a pensar. Si aquella intolerancia se producía allí, ¿qué pasaría en el resto del país? La ciudad había experimentado una transformación impropia de un tiempo tan breve. Hasta pocos años antes se llenaban los templos, se rezaba con devoción a la patrona, rivalizaban los grupos de chavales sobre quién había visitado más veces el monumento del Jueves Santo, los viejos se confesaban una vez al año -no más, todo hay que decirlo- y, debido a su escasa formación doctrinal, no se preparaban para acudir al confesonario y le inquirían al sacerdote: «¡Sonsáqueme usted!». Y el cura le sonsacaba pacientemente.
 
La transformación podría haber tenido una dirección distinta: depurar la religión de adherencias falsas y tenebrosas, convertir lo que había sido un prontuario de negaciones y de temores escatológicos en una afirmación gozosa y esperanzada. Suplir, en definitiva, el temor por el amor. Pero no. No hubo ese salto cualitativo y del temor enfermizo se pasó a la indeferencia más enfermiza todavía.  Bastó el consumo excesivo de televisión para que se operara la gran metamorfosis.   
 
En pocos años, el flautista de Hamelin que habita en un palacio, se había llevado detrás de sí a los niños, primero, que son el futuro, pero también a los padres, tíos, y hasta algún cura melifluo de los que confundieron el Concilio Ecuménico II con la revolución francesa o con la revolución de octubre. O de los que impulsan a los cristianos a confundirse con el socialismo.
 
Ahora, que ya han desaparecido todas las caretas de los que mandan y se incumplen las promesas de escuchar a la calle y de gobernar para todos, ni se escucha a la calle ni se quiere gobernar para nadie más que para los conmilitones. 
 
De momento, los crucifijos siguen donde estaban, pero no tardará la nueva inquisición en echarlos al fuego. La imagen en hierro de Cristo no se hará cenizas (Cristo es incombustible), pero el leño de la cruz será pasto de las llamas. Porque ha dejado de ser un símbolo de redención.
 
El enfermo al que acompañé aquellos días, murió en paz. Agachó la cabeza y yo no sabía si dormía para siempre o descabezaba un sueño. La enfermera me sacó de dudas: «Está muerto». Le cogí la mano, estaba caliente, hasta que, poco a poco, se fue enfriando. El dolor inmenso que había experimentado aquel hombre no podía ser un dolor sin sentido. Hay por ahí una corriente que no sé si la conozco bien, pero viene a ser un intento de darle al dolor un sentido de naturalidad. Consiste en aleccionar a la mente para que el cuerpo no sufra. Creo en los analgésicos más que en el poder de la mente. Pero creo más que en los analgésicos en un sacramento que antes se llamaban Extremaunción y ahora Unción de los Enfermos. Los que lo administran (los sacerdotes) cuentan que a veces los enfermos sanan o mejoran o se sienten invadidos por una paz inmensa que va más allá de los efectos farmacológicos.
Y, con la paz, el tránsito. Hasta repetir con santa Teresa:

«Ven muerte, tan escondida
que no te sienta venir
porque el placer de morir
no vuelva a darme la vida».