Fueron muy inteligentes los plutócratas que, como antaño Rockefeller III y hogaño Soros, decidieron apadrinar y financiar las llamadas «políticas de identidad». Había que ofrecer a la gente un batiburrillo de derechos de bragueta, para convertirla –como quería el Gran Inquisidor de Dostoievski– en una masa amorfa de chiquilines obsesionados por la satisfacción de sus caprichos de entrepierna. En una primera fase, estos chiquilines (divididos en grupos vociferantes, aferrados cada cual a su respectivo derecho de bragueta) descuidaron la lucha contra los abusos del Dinero y unieron sus fuerzas contra un enemigo común, la Iglesia católica, que era también –¡oh casualidad!– el objetivo primordial de la plutocracia azufrosa. Pero, con el tiempo, las jerarquías eclesiásticas, por temor a convertirse en diana de los ataques de los movimientos bragueteros, empezaron a remolonear y a utilizar circunloquios buenistas. Este eclipse de la Iglesia marca el inicio de una segunda fase de las «políticas de identidad», anticipada con clarividencia por el historiador comunista Eric Hobsbawn: una vez que el enemigo común ha sido amordazado o reducido a la irrelevancia, las minorías encuadradas en las distintas «políticas de identidad» se enzarzarían entre sí, en una disputa egoísta por acrecentar sus privilegios a costa de las otras minorías. Y estas luchas intestinas a la postre desactivarían cualquier posibilidad de lucha solidaria y universal contra los abusos del Dinero. De este modo, los trabajadores del mundo entero tendrán que conformarse con condiciones laborales cada vez más esclavistas, a la vez que disfrutan de un supermercado de derechos de bragueta.
Un ejemplo muy aleccionador de esta disputa egoísta por acrecentar privilegios de bragueta lo hallamos en los controvertidos «vientres de alquiler». Cualquier persona que no tenga completamente oscurecida la conciencia moral sabe que los «vientres de alquiler» constituyen la aberración terminal de una época orgullosa de morir ahogada en su propio vómito. En la legalización de los «vientres de alquiler» se concitan mil atropellos antropológicos y jurídicos, todos ellos resumidos en una forma descarnada y estremecedora de utilitarismo: la destrucción a mansalva de vidas gestantes, la degradación sórdida de la maternidad, la exaltación de un desenfrenado y codicioso «derecho a tener hijos», la conversión de los niños en mascotas sin filiación, etcétera. Sólo una época psicopática y por completo deshumanizada puede defender tal aberración.
Pero no nos interesa aquí detenernos en el cúmulo de atrocidades que se concitan en los «vientres de alquiler». Mucho más nos interesa señalar que han sido, por primera vez, bandera encontrada y causa de conflicto entre dos «políticas de identidad», aferradas ambas al disfrute egoísta de sus respectivos derechos de bragueta: por un lado, el feminismo, que ha convertido los úteros de las mujeres en un campo de batalla; por otro lado, el homosexualismo, que pretende que uniones por naturaleza estériles puedan proveerse de hijos a toda costa. Ambas «políticas de identidad» comparten un radical desprecio por la vida humana, que supeditan sin rebozo alguno a su conveniencia; y cada posición es defendida por formaciones políticas aparentemente adversas, en realidad todas ellas títeres de la plutocracia. Pues, para azuzar estas «políticas de identidad», se necesitan títeres de izquierdas y derechas (y también mediopensionistas) que fomenten la demogresca y desactiven la lucha contra los abusos del Dinero.
¡Cuánto tiene que estar disfrutando el Gran Inquisidor con esta disputa de chiquilines obsesionados por la satisfacción de sus caprichos de entrepierna!
Publicado en ABC el 5 de agosto de 2017.