Produce tristeza leer en las crónicas que los aficionados taurinos reunidos el pasado jueves en la plaza de toros de Palma de Mallorca, donde pronto entrará en vigor la prohibición de los toros, se pusieron a gritar: “¡Libertad, libertad, libertad!”. Es una actitud completamente delirante, como si mañana los enfermos de gripe se juntasen para corear: “¡Microbios, microbios, microbios!”. Pues ha sido, precisamente, la libertad que invocan (la libertad tal como la entiende nuestra época) la que ha producido la prohibición de los toros. Seguramente haya otras concepciones de libertad posibles; pero pretender invocarlas en una época que tiene perfectamente fijada la suya es como echar gasolina al fuego y quejarse luego de las quemaduras.
Esta invocación monomaníaca de la libertad se sostiene sobre complejos muy arraigados entre los aficionados taurinos, que –como le ocurre, por ejemplo, al oficialismo católico– se ven en la patética y constante necesidad de proclamarse más demócratas que nadie, creyendo grotescamente que así les perdonarán la vida. El aficionado a los toros ha interiorizado que, para sus detractores, es un carca de la peor calaña; y, en su afán desnortado por sacudirse el sambenito, se llena la boca con las palabras que convienen a su enemigo. Ocurre así con la libertad, que en su acepción moderna es enemiga acérrima de la afición a los toros, que nunca necesitó de tan presumida compañía para consolidarse y prosperar. Libertad entendida según el espíritu de nuestra época no hubo demasiada –pongamos por caso– en la época de Fernando VII o de Franco; pero los espectáculos taurinos se celebraban entonces tan ricamente. Y, en cambio, los impulsores de las prohibiciones y restricciones de las corridas fueron siempre, desde el masonazo del Conde de Aranda hasta nuestros días, unos tíos que se ponían palotes en cuanto escuchaban la palabra libertad; unos tíos que entendieron a la perfección el cogollito de la libertad moderna, que no es otra cosa sino una puesta al día, con retórica euforizante, del viejo Non serviam, embadurnado con una capa de caramelo, para que los cretinos se entretengan chuperreteándolo.
Esta libertad es un sucedáneo religioso que, para lograr sus fines, rompe los vínculos comunitarios entre los hombres. Si los aficionados taurinos no estuviesen completamente colonizados por propagandas cretinas, en lugar de “¡Libertad, libertad, libertad!”, gritarían “¡Tradición, tradición, tradición!”. Lo único que garantiza la supervivencia de una fiesta comunitaria es la recomposición de los vínculos, el restablecimiento de formas de vida tradicionales que garanticen la transmisión entre generaciones; pero la libertad que invocan actúa sobre todo ello como aguarrás disolvente. Y, bajo su rebozo de dulzona tolerancia, esa libertad esconde un cogollito muy venenosamente dogmático; pues se trata de una libertad que, en efecto, permite a los hombres –para endiosarlos y dividirlos– profesar las ideas más disparatadas y cultivar las costumbres más aberrantes (y, cuanto más disparatadas y aberrantes, más contribuirán a consolidar el reinado de la libertad), con tal de que no afecten a su cogollito dogmático, que se resume en la subversión del orden natural. Y en el cogollito dogmático de esta religión de la libertad se halla el empeño de rebajar al hombre al nivel de la bestia y elevar la bestia al nivel del hombre, como se encuentra (formando parte del mismo pack) el empeño de abolir la diferenciación sexual o la procreación; todo, en fin, lo que define al ser humano como criatura divina. A ver si os enteráis de lo que va la fiesta, taurinos, y dejáis de invocar los microbios que os están matando.
Publicado en ABC el 29 de julio de 2017.