El pasado martes algunos jóvenes cristianos iraquíes auparon sobre sus hombros al cardenal de Lyon, Philippe Barbarin, para que colocase una pequeña imagen de Nuestra Señora de Fourvière en un muro de la antigua catedral de Mosul. La ciudad había sido definitivamente liberada del Daesh hacía pocos días y la férrea seguridad en torno al gesto da idea de la precariedad que todavía domina la vida cotidiana. Pero el arzobispo de Lyon no ha querido esperar para cumplir la promesa realizada tres años atrás, cuando aseguró a los cristianos refugiados en Erbil que una vez liberada Mosul volvería trayendo la imagen de la patrona de la sede primada de las Galias.
La prontitud del cardenal francés para acudir no es una cuestión secundaria, porque hace saber y sentir a los cristianos de Iraq, en este momento trepidante en el que deciden la grave cuestión de la vuelta a sus tierras, que la Iglesia universal sufre y se alegra con ellos, y que no les deja solos. He contemplado las imágenes del cardenal recorriendo las calles de Qaraqosh y Mosul en medio de los aplausos y las lágrimas de los cristianos, muchos de ellos recién llegados. Antes de entrar en la iglesia de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, en Qaraqosh, para celebrar la eucaristía, Barbarin se ha postrado en tierra junto a los obispos iraquíes y juntos han besado el suelo que da acceso al templo, un gesto que evoca el dolor provocado por la destrucción (no sólo material) que ha llevado a cabo el Daesh, con especial saña donde se encontraban los signos de la presencia cristiana.
Algunos han titulado hermosamente que “la Virgen vuelve a reinar en Mosul”. Dios lo quiera, aunque hay que entender bien ese reinado. Sin olvidar que de momento la ciudad es caótica e insegura, que muchos cristianos sienten miedo y comprensible incertidumbre, y que el panorama político-institucional es inquietante, con las maniobras de kurdos y chiíes para controlar el terreno y con las discordias que ya asoman entre algunos grupos cristianos sobre la mejor fórmula para asegurar su presencia en el futuro.
Las imágenes de estos días están llenas de esperanza y yo no puedo ni quiero sustraerme a la alegría, por ejemplo al contemplar repleta la nave de la iglesia de la Inmaculada en Qaraqosh, cuyos muros siguen ennegrecidos pero en los que vuelve a levantarse el Cuerpo del Señor. Estas imágenes nos hablan de una realidad que afecta a la Iglesia en todo tiempo y lugar. La Iglesia está siempre rompiéndose y reconstruyéndose, como dice Eliot en Los Coros de la Roca. Siempre está mordiendo el polvo y experimentando una regeneración que viene de lo Alto. Es importante observar esta dinámica de destrucción-reconstrucción que nuestros hermanos de Iraq contemplan ahora entre llantos y sonrisas, porque esta dinámica nos afecta a todos, a cada fiel cristiano y a cada una de sus comunidades.
En este sentido resulta irónica la polvareda que han levantado unas palabras escritas recientemente por el Papa emérito Benedicto XVI, en las que subrayaba la certeza de que Dios nunca abandona a su Iglesia, ni siquiera cuando la barca parece a punto de naufragar. Algunos han querido ver una crítica a algunos aspectos del actual momento eclesial, demostrando una vez más que no alcanzan el vuelo alto de Benedicto. En realidad no faltan escenas (nunca faltarán) en las que se pone a prueba en dónde ponemos los cristianos nuestra esperanza, ya estemos en Iraq, en Nueva York o en Roma. La victoria militar sobre el Daesh es una magnífica noticia, pero es una victoria parcial, contingente, insuficiente, que no despeja numerosas incertidumbres. La verdadera victoria es la propia fe de los cristianos, mantenida viva en el exilio o de regreso a casa, con seguridad o con las balas silbando en torno a sus cabezas. Ahora la humilde talla de Nuestra Señora de Fourvière bendice desde su precario emplazamiento en una catedral con los muros desgarrados a los habitantes de Mosul, cristianos y musulmanes, para que la vida comience de nuevo. La única victoria decisiva es la fe, y por eso estamos en deuda con nuestros hermanos de Iraq.
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