En 1997 se editó en castellano el brillante y polémico ensayo de Samuel Huntington El choque de civilizaciones, inspirado en un artículo previo del fundador de la revista Foreign Policy. Su tesis era que las pugnas futuras entre países no tendrían tantas raíces ideológicas o económicas, sino más bien culturales: “El choque de civilizaciones dominará la política a escala mundial; las líneas divisorias entre las civilizaciones serán los frentes de batalla del futuro”.
Pero esta visión quedaba limitada y desvirtuada por dos enfoques fruto de la predeterminación política del autor.
Uno, el considerar a Occidente como un bloque en esta “guerra” cultural: “Occidente se encontrará más y más enfrentado con civilizaciones no occidentales que rechazarán frontalmente sus más típicos ideales: la democracia, los derechos humanos, la libertad, la soberanía de la ley y la separación entre la Iglesia y el Estado”. No atiende a las fisuras internas, también de naturaleza cultural y moral que ya se hacían evidentes a finales del siglo pasado, si bien en su descargo, hay que decir que con menos fuerza que ahora. Huntington alertaba sobre choques fruto de diferentes visiones del mundo y del sentido de la vida humana, sin reparar en que estos choques también se daban en el seno de las sociedades occidentales. ¿Qué puede colisionar más y por qué? ¿Que un hombre se una a más de una mujer para formar distintas familias y engendrar hijos, como sucede en el matrimonio islámico, o que se unan dos hombres en el matrimonio homosexual, contratando a una mujer como vientre de alquiler? Es solo un ejemplo importante de las diferencias que se han ido generado dentro de Occidente.
Dos, no profundizar lo suficiente en las raíces de las diferencias. La matriz cultural de todas ellas radica en la concepción religiosa de la que han surgido, y que inexorablemente, y con cambios, acaban recuperando, como sucede con el neoconfucionismo en China y la ortodoxia en Rusia. Y más allá, el común denominador de todas ellas es que configuran un sistema moral y de pensamiento de razón objetiva, y que de esta norma se escapa Occidente, al menos en lo que es su cultura dominante, que presenta un marco de referencia radicalmente distinta y opuesto, el de la razón instrumental, que como señala Alasdair MacIntyre en Tras la Virtud, no ha dado lugar a una concepción coherente, sino a una compresión fragmentada. Y entre estos fragmentos perdura una buena parte de trasfondo cristiano, como señala Tom Holland en Dominio.
La evidencia hoy, en la tercera década del siglo XXI, señala que un gran choque de civilizaciones se está produciendo en el seno el Occidente. Es un conflicto de la misma naturaleza que la sociedad que ha construido la razón instrumental: fragmentado, más critico que propositivo, más destructivo que propositivo, que más bien adopta la forma de una “guerra” cultural de guerrillas entre las distintas disidencias, contra la hegemonía de la cultura de la desvinculación dominante, fruto de la gran alianza objetiva entre el capitalismo globalizado liberal no perfeccionista y el progresismo cosmopolita. Ambos unidos por las políticas del hedonismo del deseo, concretadas en la ideología de género, que a unos les es útil para desviar la atención de la desigualdad económica y el Imperio de las élites del dinero, y a los otros, les permite justificar su existencia política con una ideología “redentora”, que no aspira para nada a cambiar las relaciones de producción y la hegemonía del dinero, porque según ellos el problema vital es otro: el patriarcado y la opresión de las identidades LGBTI+.
La naturaleza de este choque solo conlleva el desastre para nuestras sociedades porque, por una parte, no altera las causas de las grandes crisis que nos afectan, y por otra, porque el conflicto carece de proyecto alternativo. Lo que existe y mantiene es una sociedad cada vez más sumergida en la anomia descuajaringada, y por otro, las reacciones solo aportan crítica y visiones muy fragmentadas.
De este proceso destructivo solo es posible salir si emerge, como alternativa integral, un nuevo modelo de razón objetiva surgido de nuestras propias raíces occidentales, de propuesta y construcción, cuya crítica surge precisamente del planteamiento como alternativa positiva, y que basa su estrategia, no tanto en el choque -sin rechazarlo de forma absoluta- sino en las dinámicas de reforma, regeneración y transformación, capaces de conservar todo lo bueno alcanzado y apartar lo malo.
Esta alternativa integrada al modelo actual necesita un sujeto histórico que la realice, y no existe otro que el cristianismo, porque es el único marco de razón objetiva que nos es propio. Esto naturalmente interpela a la Iglesia, en el sentido de si debe permanecer como hasta ahora, en una continua retirada, incluso marginalidad en buena parte de Occidente, o bien propicia de manera mediata (como ha hecho en diversos y decisivos periodos de la historia europea, y siempre con buenos resultados, que obviamente no son eternos, y menos si se desatiende) la tensión creadora.
Desde la caída del Imperio Romano hasta los “treinta gloriosos años” después de la Segunda Guerra Mundial, siempre que la Iglesia ha propiciado la respuesta, el resultado ha sido espléndido: para su fin, que no es de este mundo, y para la vida cotidiana de las gentes que viven en él. Por el contrario, cuando se ha encerrado en sí misma, se ha marginado, no se ha presentado con fuerza y convicción en el escenario del conflicto, ha perdido ella, y con ella toda la sociedad, como sucedió en los preludios de la Primera Guerra Mundial.
Estas son las opciones, y hay que elegir ya para evitar que siga y progrese la destrucción de todo lo humano.
Y en este salir del paso, es necesario pensar con claridad y constatar cómo de lejos están los propósitos oficiales de nuestras sociedades y gobiernos de lo que Jesucristo nos ha mandado. Se trata de contradicciones inasimilables que aumentan con el paso del tiempo. Tratar de ello será mi próximo comentario.
Publicado en Forum Libertas.