Hubo un tiempo en el que, al llegar la Navidad, las naciones en guerra decretaban una breve tregua. Todavía en 1914 se interrumpieron las hostilidades en los frentes; y los soldados franceses abandonaron las trincheras y avanzaron desorientados entre la niebla, como muertos convocados por la trompeta del Juicio Final, hasta encontrarse con los soldados alemanes, con los que intercambiaron cigarrillos, mientras les mostraban las fotos de sus novias o de sus hijos recién nacidos, mientras los abrazaban y palmeaban en la espalda enteca, y juntos lloraban, haciéndose la ilusión de que la guerra había terminado, o que no había empezado nunca. Después de aquellas breves treguas navideñas, los oficiales observaban que a los soldados les costaba mucho más volver al combate y disparar contra quienes hasta el día interior habían sido enemigos sin rostro. Así que las autoridades francesas y alemanas, para evitar que estas confraternizaciones efímeras apagasen el ardor guerrero de sus ejércitos, prohibieron las treguas navideñas. Había que mantener el odio encendido, para poder ganar la guerra.
Aquellos gobernantes malvados que decidieron prohibir las treguas en Navidad sabían lo que hacían. Y es que el amor, si es verdadero, siempre necesita encarnarse en alguien concreto (por eso la Navidad es la fiesta del amor por excelencia), necesita abrazar a su destinatario; mientras que el odio puede prescindir tranquilamente de la persona concreta y dirigirse contra cualquier entelequia o realidad abstracta, contra una muchedumbre o una estadística. Pero nuestra época, tan sibarítica en sus expresiones de maldad, ha instaurado algo mucho más abominable que el odio, que es un simulacro de amor que ya no se encarna en nadie concreto; un amor desencarnado que ama las entelequias y las abstracciones. Así, por ejemplo, en Navidad, se hacen exaltaciones amorosas de la «Paz», una «Paz» que, por supuesto, no es la que proclamaron los ángeles la noche de Navidad, sino más bien aquella paz proterva a la que se refería un cabecilla bretón llamado Calgaco, en frase inmortalizada por Tácito: Ubi solitudinem faciunt, pacem apellant («Allá donde crearon la desolación, lo llaman paz»).
Esta paz es la que pretendía, por ejemplo, Herodes; y para que no viniese ningún alborotador a alterarla exterminó a los recién nacidos (nuestra época, mucho más refinada que la herodiana, extermina a los nonatos; o, todavía más refinadamente, impulsa ideologías fundadas en el odio a la procreación). Nadie podrá negar que Herodes, como aquellos gobernantes que impidieron la celebración de treguas durante la Navidad, sabía lo que hacía. Pues el Niño que había nacido, a quienes los falsificadores de la Navidad presentan como un apóstol de la «Paz», venía en realidad a traer la espada y a incendiar el mundo, según declaró sin ambages cuando se hizo mayorcito. La Navidad no es, como pretende la maldad de los amantes de las abstracciones y el ternurismo de los pánfilos profesionales, una fiesta pacífica: «Las campanas que celebran el nacimiento del Niño -escribió Chesterton- suenan como cañonazos». Pues aquel Niño que nacía en una gruta venía a instaurar una guerra sin cuartel contra quienes como Herodes se encargaban de garantizar la pax romana: una paz pérfida fundada sobre la desolación, sobre la injusticia, sobre la mentira, sobre la iniquidad, sobre la abolición de la naturaleza, sobre el escarnio de las virtudes, sobre el exterminio de los inocentes, sobre la negación o envilecimiento de todo lo que aquel Niño venía a restaurar. Todo por lo que aquel Niño estaba dispuesto a batallar sin tregua.
Deseo una feliz batalla a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan.
Publicado en ABC.