Si mañana el Papa de Roma saliese diciendo que Jesucristo no resucitó, o que en la consagración de las especies eucarísticas no hay transubstanciación, se expondría a que todos los católicos (o siquiera los católicos sinceros) lo mandasen a freír espárragos. Y lo mismo le ocurriría a cualquier persona o empresa que tratase de variar medularmente su mensaje o producto. Si mañana los fabricantes de Coca-Cola decidiesen que su bebida dejase de ser gaseosa y le dieran un sabor -yo qué sé- a piña tropical perderían su clientela. Y si yo mañana, después de haber defendido durante toda mi vida la estética barroca, empezase a escribir frases sincopadas (o si me empeñase en hacerme el modernillo, después de haberme declarado antimoderno toda la vida de Dios), perdería a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan.
Y es natural que así sea. La gente verdaderamente libre se adhiere a unos principios, o cultiva unos gustos, porque halla en ellos una sintonía espiritual, un molde en el que encaja; y cuando tratan de pegarle el cambiazo se rebela y enoja, como es natural. Una persona cabal no puede adherirse a unos principios y a los adversos, ni proclamar unos gustos y los contrarios; y quien lo hace es un zascandil indigno que sólo merece nuestro desprecio. Esta lealtad y coherencia no se la exigimos, sin embargo, a nuestras facciones políticas. Y no me refiero tan sólo a que nuestros gobernantes no cumplan sus promesas, ni siquiera a que el tono censorio y acre que emplean en la oposición no se parezca en nada al tono contemporizador que emplean cuando gobiernan. A fin de cuentas, en estas actitudes cambiantes sólo denotan que son como el resto de los humanos; y hasta podríamos discutir si no constituyen, en el fondo, homenajes tardíos a la virtud de la prudencia que tanto les gusta pisotear, para hacerse los fanfarrones.
Pero en la política se producen otros birlibirloques mucho más alucinantes. Hace unos meses, por ejemplo, el partido llamado Ciudadanos convocó un congreso en el que sometió al voto de sus afiliados que su partido dejase de proclamarse ‘socialdemócrata’ para pasar a denominarse ‘liberal’. Sus afiliados votaron como si tal cosa, apoyando la propuesta de la dirección; pero lo cierto es que ‘socialdemócrata’ y ‘liberal’ expresan visiones del mundo antípodas, concepciones de la política radicalmente enfrentadas y antagónicas. Al menos eso nos aseguran, desde sus negociados de izquierdas y derechas, los campeones de la demogresca que, convenciendo a la gente de que se apunte a la socialdemocracia o al liberalismo, consiguen tener a la sociedad enviscada y en perpetuo rifirrafe. Un partido que deja de ser socialdemócrata y se convierte en liberal tendría tal vez que dejar de existir, como acto de penitencia por haber tomado el pelo a sus votantes; o siquiera abrir un largo período de reflexión, tras el cual debería entonar un mea culpa y mostrar su arrepentimiento por haber hecho proselitismo en favor de una ideología equivocada. Pero el birlibirloque de Ciudadanos, lejos de resultar traumático, puede afirmarse que fue festivo; y todos sus adeptos lo aceptaron como si tal cosa, como un aspaviento de puro marketing que los permitía seguir en el machito.
En un mundo que no estuviese completamente loco, Ciudadanos hubiese sido considerado desde ese preciso instante una asociación oportunista y saltimbanqui sin crédito alguno. Pero, en honor a la verdad, lo mismo que hizo entonces Ciudadanos lo han hecho antes (y después) otras facciones políticas. Ahí tenemos a los socialistas, que un día decidieron abominar de Marx para abrazarse (como el borracho se abraza a la farola) a la economía del mercado, sin que sus adeptos se inmutasen. Ahí tenemos a los peperos, que hace apenas unos años presentaban recursos de inconstitucionalidad contra el llamado matrimonio homosexual y ahora pierden (sin segunda intención) el culete por subirse a las carrozas del Orgullo Gay; y los que entonces los aplaudían ahora los aplauden también, con idéntico frenesí lobotomizado. Lo que nos lleva a concluir que la política contemporánea es una engañifa completa; y que sus adeptos son gente a la que no le importa ser engañada. Pues sólo quien admite que su inteligencia sea pisoteada, sólo quien ha dimitido de las neuronas, puede proclamar hoy una cosa y mañana la contraria, sin que entre medias aflore ningún tipo de arrepentimiento o conversión interior muy profunda y desgarradora.
Que nuestros partidos políticos están integrados por charlatanes veleidosos que no creen en nada es una evidencia demasiado palmaria para que nos detengamos a discutirla. Mucho más estremecedor resulta aceptar que su éxito no sería posible si no los votasen gentes que desean (que tal vez necesiten) ser engañadas.
Publicado en XL Semanal.