De verdad que resulta patético y causa un cierto dolor contemplar el espectáculo de tribunales de justicia, órganos internaciones de supuesta defensa de los derechos humanos, autoridades políticas, médicos y particulares pronunciarse sobre el caso de un bebé de 11 meses, Charlie Gard, aquejado de una enfermedad mitocondrial, y sentenciar que se le debe retirar todo tipo de cuidados médicos porque según señalan su enfermedad es irreversible. Un primer motivo de asombro se produce cuando se sabe que el niño no sufre y que los padres solo desean agotar todas las posibilidades médicas de paliar la enfermedad y mientras gozar de la presencia de su hijo.
 
Los médicos del Great Ormond Street Hospital de Londres que lo atienden opinan que el bebé tiene un daño cerebral invariable, que apenas puede moverse, ni llora, ni oye… Pero sus jóvenes padres, Connie Yates y Chris Gard, se aferran a la esperanza de algún tratamiento que al menos permita prolongar su vida. Desean la curación del bebé, del que afirman no sufre ningún dolor, y piden que se le permita agotar todas las posibilidades de tratamiento médico. Para ello, han recaudado una suma importante de fondos mediante un crowdfunding y están dispuestos a luchar por prolongar la vida del pequeño hasta el final.
 
La rara enfermedad de Charlie Gard es grave, pero hay distintos equipos médicos que afirman tener soluciones para al menos paliar los efectos de una enfermedad degenerativa mitocondrial que va minando las energías del bebé. Así, el doctor Ramon Martí, líder del grupo de patología neuromuscular y mitocondrial del Institut de Recerca de Vall d’Hebron (VHIR) de Barcelona y sus colaboradores, entre ellos varios de otros países, afirman tener un tratamiento experimental que han aplicado a 19 pacientes, 13 de ellos en España, con otra anomalía genética fisiológicamente parecida a la de Charlie Gard. ¿Qué se pierde por intentarlo?
 
El revuelo que ha causado este caso se parece mucho a otros que sirvieron para crear un caldo de cultivo favorable a alguna de las ideas que a la postre determinaron la implantación de alguna de esas leyes de “ingeniería social” que se disfrazan de progresismo… Se utiliza la emotividad para después justificar una ley de rango más amplio, aunque se lleve por delante principios o valores de orden superior, como la familia, la maternidad, la patria potestad, la vida del no nacido o la objeción de conciencia. No otra cosa es lo que pasó con el aborto en caso de violación o de enfermedades “graves” detectadas por diagnóstico genético prenatal, o con las leyes de protección de determinados colectivos, no particularmente con los discapacitados, o cuando se utiliza la llamada maternidad altruista, o el derecho a morir dignamente… y así sucesivamente.
 
Todo apunta a que hay intereses para crear un clima a favor de la mal llamada “muerte digna”… cuando, dicho sea de paso, si es provocada no puede considerarse digna… Lo que está pasando es que se ha perdido el sentido del valor de la vida humana. De acuerdo con el utilitarismo exacerbado dominante parece que solo deberían ser titulares del derecho a la vida quienes tuviesen plena capacidad mental y sensibilidad para el dolor, lo que convierte en lícita la experimentación con embriones humanos o la eliminación de fetos con determinadas patologías, o hasta el infanticidio, sin agotar todas las posibilidades que la medicina y la ciencia ofrece, cada vez más prometedoras. Todo ello incluso a costa de suplantar la voluntad, las energías y los recursos de unos padres que lo único que desean es tener en sus brazos a su pequeño bebé todo el tiempo que los medios posibles y la naturaleza humana se lo permitan. Lo que está pasando es que vivimos en una sociedad donde por encima del valor de la vida se antepone aquello que nos acomoda y se llegan a justificar las prácticas eugenésicas y eutanásicas, al relativizar el valor de la vida humana y categorizar a las personas de acuerdo con unos estándares de “calidad de vida” que sirven para decidir sobre quién es más o menos “digno de vivir”.

Publicado en Páginas Digital.
Nicolás Jouve es catedrático emérito de Genética.