Hace unos meses llegó una caja nueva a casa del abuelo: un tocadiscos. Los nietos, admirados, veían aquel aparato que, según les habían contado, producía música. El abuelo toma un disco “muy grande” y lo coloca en el centro de la caja; empieza a girar, y el abuelo, en una extraña maniobra, coloca encima una especie de aguja. Y se hace el milagro, empieza a sonar la mísica de una zarzuela. La cara de los nietos se abre como platos. “Lo que hace el abuelo”. Es sentir popular, y muy frecuente, que los nietos disfrutan, admiran y casi endiosan a sus abuelos. ¿Qué tendran estos seres, ya avanzados en edad, para despertar tales sentimientos?
 
Somos los únicos seres que, en sentido propio, tenemos abuelos. Perros, gatos y otros animales pueden tener biológicamente una “familia amplia”, pero su relación con ellos no va más allá de las primeras semanas o meses, cuando madre o padre les enseña a sobrevivir. Después, se acabaron las relaciones familiares. Sin embargo, el ser humano se relaciona, y cada vez más, con el padre de papá o de mamá; y también ellos interactúan con los hijos del hijo. ¿Qué tendrán de especial estos seres, y estas relaciones intergeneracionales?
 
El Papa Francisco habla de ello con cierta frecuencia,. En varios discursos a los jóvenes, esos niños más creciditos, les recuerda que vayan a ver a sus abuelos, que traten con ellos, les escuchen y les pregunten. El niño vive en el presente, sin pensar apenas en el pasado y sin grandes preocupaciones por el futuro. El joven empieza a ampliar su perspectiva temporal, dándose cuenta de que tiene historia, pasado y futuro. Y ahí juegan un papel importantísimo los abuelos, alguien del pasado que sigue viviendo en el presente, y por lo mismo tiene una mayor perspectiva histórica ante lo que sucede o puede suceder.
 
El abuelo es la unión y continuidad con el pasado; tenemos historia, un pasado y un futuro. A nadie le hace bien perder la conciencia de ser hijo, y mucho menos de ser nieto. La vida, ese principal don del que disfrutamos a diario, no nos la hemos dado nosotros, sino que la hemos recibido de alguien.
 
“Sus palabras, sus caricias o su sola presencia, ayudan a los niños a reconocer que la historia no comienza con ellos, que son herederos de un viejo camino y que es necesario respetar el trasfondo que nos antecede”. Ellos transmiten los valores perennes, acrisolados por el tiempo, y sin las prisas e impulsos de lo inmediato, de lo impulsivo. La experiencia y el paso del tiempo juegan a su favor, en opiniones, ideas, convicciones. Y es bueno que así se mantengan, para nos ser prisioneros de la inmediatez.
 
Francisco llega a afirmar que la ausencia de memoria histórica es un serio defecto de nuestra sociedad. No se refiere a la memoria histórica promovida desde las leyes en España, y que en numerosas ocasiones se ha mostrado sesgada, partidista y simplista, queriendo borrar hechos y figuras de nuestra historia. Se refiere a la conciencia de que tenemos pasado, y es importante conocerlo y recordarlo, con sus luces y con sus sombras. El futuro no se construye negando el pasado, sino integrándolo, desde una perspectiva del bien del hombre, más allá de partidos políticos, ideas o prejuicios. El tiempo pone las cosas en su lugar, pero tenemos que escuchar a “los testigos del tiempo”. Corremos el peligro de una gran orfandad, orfandad inmediata, biológica y social, por la destrucción de tantas familias. Pero también orfandad de nuestros antepasados, familiares y sociales, por una pretendida destrucción y olvido del pasado. Si quitamos la historia al hombre lo reducimos a un cúmulo de células que interactúan durante unos años, hasta que mueren y se disuelven a la más absoluta nada. El existencialismo llevado al nihilismo, desembocado en el teatro del absurdo.
 
Esa admiración por los abuelos propios se amplía también todos los abuelos, a los ancianos. Ellos, afirma Francisco “son hombres y mujeres, padres y madres que estuvieron antes que nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla por una vida digna”.