Una de las múltiples aberraciones de la ideología de género es que el aborto es un derecho humano, cuando en realidad su contrario, el derecho a la vida, es el derecho humano fundamental, hasta el punto que todos los demás derechos se apoyan en él, pues si no vivo, ¿para qué quiero mis derechos?
El ser humano en cuanto ser humano está bajo la protección de Dios, no a nuestro arbitrio, y si olvidamos esto, estamos olvidando el verdadero fundamento de los derechos humanos. No atentar contra la vida humana no nacida es no sólo un precepto cristiano, sino un mandato humano universal. Nadie tiene derecho a decidir que otra vida no tiene que ser vivida, consistiendo el aborto voluntario en la destrucción violenta de un ser humano.
La finalidad natural, primaria y principal de la medicina y del progreso cientificotécnico es la defensa y la protección de la vida, no su eliminación. El aborto provocado es un acto intrínsecamente malo que viola muy gravemente la dignidad de un ser humano inocente, quitándole la vida. Ya en el juramento hipocrático, que han realizado los médicos desde el siglo V a.C., encontramos: “Tampoco daré un abortivo a ninguna mujer”. Por parte de la Iglesia ha sido doctrina constante la condena del aborto provocado, pues toda vida humana tiene derecho desde su inicio a la existencia.
El Antiguo Testamento afirma categóricamente en el Decálogo: “No matarás” (Ex 20,13; Dt 5,17). En el Nuevo Testamento se renueva la prohibición de matar y San Juan Bautista se alegra de la venida de Jesús todavía en el seno de su madre (Lc 1,42-44). Por esto la Iglesia comprende el “no matarás” de la Escritura como el llamamiento absoluto a no ocasionar voluntariamente la muerte de un ser humano, quienquiera que sea.
En el Vaticano II la constitución pastoral Gaudium et Spes lo califica de atentado a la vida y crimen horrendo (GS 27 y 51), afirmando literalmente: “Vita igitur inde a conceptione, maxima cura tuenda est”, es decir “Así pues la vida debe ser defendida con gran cuidado desde la concepción” (GS 51). Pablo VI reitera esta condena al “aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas” (Humanae Vitae, 14). El Catecismo dice: “El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2271). Juan Pablo II afirma categóricamente: “Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas y específicas al respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se extienda también a este caso el mandamiento divino “no matarás”” (Evangelium Vitae, 61); “Declaro que el aborto directo, es decir querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el magisterio ordinario y universal” (EV, 62).
De los implicados, quien nos viene con más frecuencia a los sacerdotes es la madre. El aborto le hiere en lo más profundo del ser, va totalmente en contra de sus sentimientos e instintos más profundos, aunque algunas intenten justificarse haciéndose sus defensoras; destroza literalmente las vidas de quienes lo llevan a cabo, porque matar a un hijo o a un ser humano inocente conlleva un sentimiento de culpa, y es que es más fácil sacar al niño del seno de su madre que de su pensamiento, porque el problema no es ser madre o no serlo, sino ser madre de un hijo vivo o de un hijo muerto.
Es obvio que toda mujer que aborta queda muy frecuentemente profundamente afectada por ello. Es evidente que el sentido de culpa deja muy malas consecuencias en los que intervienen en un aborto, ya que el sentimiento de culpabilidad, al revés de lo que sucede en muchísimos otros pecados, que con el paso del tiempo se difuminan, aquí por el contrario su recuerdo se hace cada vez más vivo e incluso se agrava con sus consecuencias psíquicas de depresiones, angustias, trastornos de sueño, disfunciones sexuales, gran aumento de los conflictos conyugales, de la violencia doméstica y del consumo de drogas, así como una fuerte propensión al suicidio.
Y es que la naturaleza no perdona. Si el simple aborto natural suele ocasionar una depresión en la madre, un acto tan contra el instinto materno como el aborto provocado lleva consigo un muy serio problema emocional que hace necesario con frecuencia el correspondiente tratamiento médico psiquiátrico de quien lo realiza, a fin de poder asumir, también humanamente, las consecuencias de su acto, sacando a la luz sus sentimientos de culpa y experimentando muchas la necesidad de que alguien superior les perdone.
Porque además de ese tratamiento psiquiátrico, como es también un problema de conciencia y de pecado, puesto que se trata ciertamente de una pésima acción, que afecta también a todos los implicados en él, como médicos, personal sanitario, políticos que votan a favor de él, propietarios de clínicas abortivas y todos aquellos que se lucran con este negocio infame, es gravísimo, mucho peor que el de la madre, por lo que creo que el mejor medio para recuperar la paz interior es el arrepentimiento sincero con la absolución sacramental que garantiza el perdón de un Dios que sí quiere perdonarnos y nos ayuda a convertirnos.
Dios perdona todo pecado, por enorme que sea, pero es necesario arrepentirse, lo que supone por nuestra parte la aceptación de la gracia divina, para que Él pueda perdonarnos. Tras este perdón de Dios, queda otra tarea por hacer, especialmente con las madres: convencerles de que tienen que llegar a perdonarse a sí mismas, para lo cual hay una bella frase de Mamerto Menapace: “Las lágrimas de una madre son el agua del bautismo de sus hijos”.