El franciscano Pierbattista Pizzaballa acaba de cumplir un año como administrador apostólico del Patriarcado de Jerusalén. El suyo fue un nombramiento recibido con extrañeza y no pocas preguntas, tanto dentro como fuera de su diócesis, una de las más queridas pero también de las más “curiosas” del orbe católico, porque incluye cuatro países y tres lenguas diferentes. Lo que nadie puede negar es que este franciscano de 52 años, originario de Bérgamo, es uno de los hombres que mejor conoce las entretelas de Oriente Medio. Quizás por eso diversos medios están publicando estos días entrevistas en las que desgrana su mirada llena de inteligencia y de fe sobre esta dolorida región, verdadera clave para el futuro de la paz en el mundo.
Con su llegada al Patriarcado de Jerusalén, en forma de administrador apostólico, se ha quebrado (al menos temporalmente) la práctica de los últimos tiempos de situar al frente de esa Iglesia a un obispo de origen árabe. Desde luego Pizzaballa no era un desconocido, ya que había sido el Custodio franciscano para Tierra Santa durante doce largos años en los que pudo demostrar su conocimiento del terreno, su capacidad de diálogo en todas direcciones (también con el mundo israelí, faceta algo descuidada en el pasado) y su amplitud de miras. Aun así este año como administrador apostólico ha sido muy difícil debido a factores internos, a las deudas que arrastra el Patriarcado, y sobre todo porque la crisis profunda que atraviesa toda la región no puede dejar de afectar a la Iglesia. Como él mismo afirma, “no hay una Iglesia en Medio Oriente que pueda considerarse en orden”.
Aún es imposible prever cómo se resolverán los conflictos en Siria e Iraq, y qué desarrollos pueden abrirse para la relación palestino-israelí, asunto completamente bloqueado y sin avances a la vista. En cualquier caso, “Oriente Medio ya no será el mismo, se necesitarán varias generaciones para reconstruir las infraestructuras, pero sobre todo un tejido social estable y sólido, porque la guerra ha hecho saltar todos los equilibrios y las relaciones entre las diversas comunidades”. Pizzaballa no duda a la hora de identificar el rasgo distintivo de las comunidades cristianas en la región: se trata de su capacidad de testimoniar la fe en medio de tremendas dificultades. Reconoce que muchos han emigrado, pero los que han permanecido testimonian su fe con gran valor, no sólo en el interior de sus casas sino cuidando a los ancianos, a los niños, a los discapacitados, a los refugiados, y reuniéndose para orar juntos. Aun así aparecen nuevos desafíos para la Iglesia: las dificultades económicas y laborales son crecientes, están apareciendo con fuerza las sectas, y el cambio generacional plantea cómo transmitir hoy la fe. Pero este hombre lleno de realismo, al que deberían escuchar las cancillerías de todo el mundo, está convencido de que el cristianismo no desaparecerá de Medio Oriente, y reitera que “nuestra fuerza no está en los números sino en el testimonio”.
Sobre la cuestión palestino-israelí, no se hace ilusiones. Reconoce que no existen avances en perspectiva, que no hay negociaciones abiertas, y que la solución tantas veces invocada de dos estados con fronteras seguras que se reconozcan mutuamente está muy lejos de poder ser alcanzada. Y sin embargo no ve alternativas viables a esa fórmula. Sobre el muro de separación reconoce que es “una herida profunda en la historia, en la geografía y en la vida del país”, aunque se diría que la opinión pública “ya lo ha digerido”. En ese sentido considera que la Iglesia tiene la responsabilidad de hablar sobre este asunto, de manera clara y respetuosa, no facciosa.
El futuro de Jerusalén también preocupa a monseñor Pizzaballa. Él conoce al detalle las dificultades de los cristianos para mantener sus casas, para trabajar y ser reconocidos socialmente. Recuerda con un punto de amargura las dificultades que tuvo la Custodia para edificar 80 apartamentos, superando permisos, burocracias y obstáculos de todo tipo; y sin embargo con un simple decreto hoy se construyen 8.000 viviendas para familias israelíes. En todo caso la Iglesia siempre ha alzado la voz para que se garantice constitucionalmente la libertad de acceso, de movimientos y de expresión de todas las comunidades, independientemente de sus números.
Coincide plenamente con el pensamiento del patriarca de los Caldeos, Louis Sako, sobre la cuestión de la “ciudadanía”, verdadera clave para el futuro de la región, y de los cristianos en ella. “La comunidad internacional", afirma, "debe prestar mucha atención a este asunto precisamente ahora, preocupándose no sólo del negocio de la reconstrucción material del Medio Oriente, sino de asegurar que se reconstruyan legislaciones y constituciones”. Insiste en no caer en la tentación de crear reservas indias para cristianos, sunníes, chíies, yazidíes o kurdos, porque “el modelo de convivencia basado en la identidad entre fe y comunidad ha fracasado”. En este sentido Pizzaballa es contundente: la clave del futuro es un concepto de ciudadanía que permita a todos gozar de los mismos derechos, en primer lugar el de la libertad de conciencia. Los cristianos deben trabajar e insistir en esto y no ceder a otros ensueños. Además, la presencia cristiana obliga a las sociedades de Oriente Medio a interrogarse sobre este aspecto desde una perspectiva que no es familiar a la tradición musulmana.
Cuando le preguntan sobre su futuro en Jerusalén, reconoce que el puesto de administrador apostólico no puede durar eternamente… Su tarea es preparar las condiciones para que el futuro patriarca pueda trabajar en un contexto interno de serenidad. En todo caso, cuesta pensar que la Iglesia pueda permitirse el lujo de prescindir de Pierbattista Pizzaballa en esta zona incandescente y crítica por tantos motivos.
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