XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 25, 14-30
El evangelio de este domingo es la parábola de los talentos. Por desgracia, en el pasado el significado de esta parábola ha sido habitualmente tergiversado, o al menos muy reducido. Cuando escuchamos hablar de los talentos, pensamos en seguida en las dotes naturales de inteligencia, belleza, fuerza, capacidades artísticas. La metáfora se usa para hablar de actores, cantantes, cómicos... El uso no es del todo equivocado, pero sí secundario. Jesús no pretendía hablar de la obligación de desarrollar las dotes naturales de cada uno, sino de hacer fructificar los dones espirituales recibidos de Él. A desarrollar las dotes naturales ya nos empuja la naturaleza, la ambición, la sed de ganancia. A veces, al contrario, es necesario poner freno a esta tendencia de hacer valer los talentos propios porque puede convertirse fácilmente en afán por hacer carrera y por imponerse a los demás.
Los talentos de los que habla Jesús son la Palabra de Dios, la fe, en una palabra, el reino que ha anunciado. En este sentido la parábola de los talentos conecta con la del sembrador [Mt 13, 1-23]. A la suerte diversa de la semilla que él ha echado -que en algunos casos produce el sesenta por ciento, en otros en cambio se queda entre las espinas, o se lo comen los pájaros del cielo-, corresponde aquí la diferente ganancia realizada con los talentos.
Los talentos son, para nosotros cristianos de hoy, la fe y los sacramentos que hemos recibido. La palabra nos obliga a hacer un examen de conciencia: ¿qué uso estamos haciendo de estos talentos? ¿Nos parecemos al siervo que los hace fructificar o al que los entierra? Para muchos el propio bautismo es verdaderamente un talento enterrado. Yo lo comparo a un paquete regalo que uno ha recibido por Navidad y que ha sido olvidado en un rincón, sin haberlo nunca abierto o tirado.
Los frutos de los talentos naturales acaban con nosotros, o como mucho pasan a los herederos; los frutos de los talentos espirituales nos siguen a la vida eterna y un día nos valdrán la aprobación del Juez divino: "Bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, te daré autoridad sobre lo mucho: toma parte en el gozo de tu señor".
Nuestro deber humano y cristiano no es solo desarrollar nuestros talentos naturales y espirituales, sino también de ayudar a los demás a desarrollar los suyos.
En el mundo moderno existe una profesión que se llama, en inglés, talent-scout, descubridor de talentos. Son personas que saben encontrar talentos ocultos -de pintor, de cantante, de actor, de jugador de fútbol- y les ayudan a cultivar su talento y a encontrar un patrocinador. No lo hacen gratis, naturalmente, ni por amor al arte, sino para tener un porcentaje en sus ganancias, una vez que se han afirmado.
El Evangelio nos invita a todos a ser talent-scouts, "descubridores de talentos", pero no por amor a la ganancia sino para ayudar a quienes no tienen la posibilidad de afirmarse por sí mismos. La humanidad debe algunos de sus mejores genios o artistas al altruismo de una persona amiga que ha creído en ellos y les ha animado, cuando nadie creía en ellos. Un caso ejemplar que me viene a la mente es el de Theo Van Gogh, que sostuvo toda la vida, económica y moralmente, a su hermano Vincent, cuando nadie creía en él y no lograba vender ninguno de sus cuadros. Entre ellos se intercambiaron más de seiscientas cartas, que son un documento de altísima humanidad y espiritualidad. Sin él no tendríamos hoy esos cuadros que todos amamos y admiramos.
La primera lectura del domingo [Prov 31, 10-13,19-20, 30-31]nos invita a detenernos en un talento en particular, que es al mismo tiempo natural y espiritual: el talento de la femineidad, el talento de ser mujer. Contiene de hecho el conocido elogio de la mujer que comienza con las palabras: "Una mujer completa, ¿quién la encontrará?". Este elogio, tan bello, tiene un defecto, que no depende obviamente de la Biblia sino de la época en la que fue escrito y de la cultura que refleja. Si uno se fija, descubre que este talento está enteramente en función del hombre. Su conclusión es: bendito el hombre que tiene una mujer así. Ella le teje hermosos vestidos, honra a su casa, le permite caminar con la cabeza alta entre sus amigos. No creo que las mujeres sean hoy entusiastas de este elogio.
Dejando aparte este límite, quisiera subrayar la actualidad de este elogio de la mujer. Desde todas partes surge la exigencia de dar más espacio a la mujer, de valorar el genio femenino. Nosotros no creemos que "el eterno femenino nos salvará". La experiencia cotidiana muestra que la mujer puede "elevarnos a lo alto", pero también puede precipitarnos hacia abajo. También ella necesita ser salvada por Cristo. Pero es cierto que, una vez redimida por Él y "liberada", en el plano humano, de las antiguas sujeciones, ella puede contribuir a salvar nuestra sociedad de algunos males inveterados que la amenazan: violencia, voluntad de poder, aridez espiritual, desprecio por la vida...
Después de tantas épocas que han tomado el nombre del hombre -la era del homo erectus, homo faber, hasta el homo sapiens, de hoy-, hay que augurar que se abra finalmente, para la humanidad entera, una era de la mujer: una era del corazón, de la ternura, de la compasión. Ha sido el culto a la Virgen el que ha inspirado, en los siglos pasados, el respeto por la mujer y su idealización en buena parte de la literatura y del arte. También la mujer de hoy puede mirarla a ella como modelo, amiga y aliada a la hora de defender su propia dignidad y el talento de ser mujer.
Tomado de Homilética.