A nadie le he dado permiso (al menos de manera consciente) para que me bombardee el correo electrónico con publicidad. En las páginas web que consulto o que utilizo para realizar algunas de mis compras, soy cuidadoso en marcar la casilla en la que se ruega que no se envíen anuncios ni promociones. Ya saben que si uno tiende la mano con confianza, las empresas acaban por arrancarle el brazo, así que me mantengo a distancia de cualquier primicia, concurso, bono, regalo… aunque me aseguren que junto a ellos alcanzaré el nirvana.
Sin embargo, en esta sociedad del espionaje (¿qué es internet sino una herramienta para que las compañías lo sepan todo de usted y de mí?) la voluntad del usuario apenas cuenta. Realidad indignante que me obliga, cada mañana, a marcar como SPAM una baraja de correos. De poco sirve: los robots se las ingenian para contratacar aún con más saña, sin tener en cuenta mis gustos, mi estado, mis principios, mi libertad.
No hay semana en la que no me sorprenda por medio de uno de esos anuncios intrusivos. Un anuncio repetido, por cierto, que también se me ha colado por el teléfono móvil mediante una llamada fantasma en la que una voz femenina, susurrante y lujuriosa (grabada, tengo que añadir) me propone ser infiel a mi esposa de una manera discreta (faltaría más, añado de nuevo). ¿Quién le ha dado venia a las compañías de contactos para enviarme sus emails? ¿A quién han comprado mi dirección electrónica? ¿Qué es eso de llamarme por teléfono al dial que marcan mi mujer, mis hijos, mis amigos…? ¿A quién han comprado mi número? Y, sobre todo, cuál es el precio que me han puesto para tratar de convertirme en un traidor a mi familia; cuánto les ha costado la posibilidad de que, ante la oferta de su producto, pueda hacer un daño irreparable a los míos.
La realidad virtual ofrece la posibilidad de entender la vida como un juego sin responsabilidades, pues la pantalla protege, en principio, nuestra identidad. Por eso hay tantas personas que, amparadas por la soledad, ante la computadora se transforman en monstruos, aunque la vecindad les tenga por gente correcta que da los buenos días y baja la basura al portal. El flirteo on-line no deja de ser uno de estos juegos, un juego peligroso a pesar de su apariencia divertida. El disfraz que vestimos en la red de redes nos permite mantener contactos brevísimos, relaciones fugaces que prefiero no detenerme a describir.
La banalización del sexo es una obsesión que, si no se le pone coto, termina por anegar la vida, también la parcela sagrada de los niños. Pero como Occidente ha enloquecido, la gleba la entiende como una expresión de libertad. Nos olvidamos de que la obsesión es una enfermedad mental, que cuando no recibe tratamiento por parte de un especialista deriva en un trastorno de salud que, si se descuida, puede empujar a la locura. También la banalización del sexo es un pingüe negocio, una industria que mueve millones de euros y dólares a lo largo y ancho de este Occidente decadente. En España, sin ir más lejos, se abren supermercados del sexo junto a los parques de recreo infantil y los cines; se celebran ferias de sexo en los mismos recintos de las ferias de automóviles, de muebles y regalos; se mete el sexo con calzador en películas y series televisadas, también destinadas a los niños.
Pero les hablaba de la publicidad que me llega por internet, de los anuncios que desean convertirme en un fornicador, en un mentiroso, en un irresponsable. Les hablaba del ordenador, que es mi instrumento de trabajo y cada mañana vomita la falta de escrúpulos de quienes se cuelan en mi vida sin permiso.
Publicado en El Observador (México).