La blasfemia es una ofensa a Dios y va contra el segundo mandamiento de la Ley de Dios: “No tomarás el nombre de Dios en vano” (Ex 20, 7). Es un insulto o irreverencia hacia la esencia religiosa o hacia lo que es más sagrado. El nombre de blasfemia tiene su raíz filológica del griego: blaptein=injuriar y pheme=reputación. Ofensa e insulto a Dios. Lo cual traducimos llanamente como echar por tierra una reputación a Dios o a lo sagrado de una religión. Se ha puesto de moda el usar ciertas palabras blasfemas como si fuera una coletilla en el lenguaje y se puede constatar en los medios de comunicación o en los coloquios normales. Es una falsa manipulación del lenguaje que necesita, cada vez más, una muestra de humana educación. La blasfemia contra Dios o contra la Eucaristía o contra la Virgen o contra los santos siempre me ha causado dolor, profundo dolor, desde que era pequeño. No es de recibo justificarse diciendo que es la “libertad de expresión” la que debe respetarse. La expresión que hiere los sentimientos religiosos no es un acto de libertad sino de ofensa profunda.
Muchas veces en el lenguaje común se expresan palabras o frases que suenan mal y no favorecen a los que las pronuncian aunque encuentre a su alrededor quienes le siguen la gracia o le ríen la maliciosa frase. Tal vez una reprensión calma pero profunda puede ayudar a cambiar de lenguaje. Y esto es una buena obra de misericordia porque es corregir al que se equivoca. San Pablo reprendía a los judíos, cuyos pecados daban motivos a que los gentiles blasfemasen de Dios y se burlasen de su ley. “Pues los hombres serán egoístas, codiciosos, arrogantes, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, crueles, implacables, calumniadores, desenfrenados, inhumanos, enemigos del bien. Traidores, temerarios, envanecidos, más amantes del placer que de Dios, guardarán ciertos formalismos de la piedad pero habrán renegado de su verdadera esencia. Apártate también de estos” (2 Tim 3, 2-6).
La blasfemia, por razón del significado de las palabras que utiliza, puede ser de tres tipos:
1. Herética, cuando es un insulto a Dios que envuelve una declaración contra la fe. Hay momentos específicos y situaciones de personas que rechazan con rabia todo lo que está contenido en la formulación de la fe. Se enfadan y a veces con agresividad. No quieren oír hablar y siempre el rechazo es contumaz. Aún recuerdo la respuesta que me dio una persona ante la simple oferta de rezar por su familiar difunto. La explosión fue tan fuerte que tuve que situarme ante tal situación y callar. Sólo queda rezar y aprender a no responder con la misma moneda. El silencio es más elocuente que la dialéctica.
2. Imprecatoria, cuando envuelve una maldición contra Dios. Lo utiliza como un insulto y lo hace como una manifestación de desahogo. Basta observar muchos momentos en los que se utiliza la blasfemia y se podrá comprobar que tiene este significado. En muchos casos puede llegar a ser un ultraje ante la adversidad y se usa el nombre de Dios para ofenderlo por no haber conseguido lo que se ha pretendido.
3. Contumaz, cuando se hace por desprecio o indignación hacia Dios. Es pertinaz en su forma de hablar y se obstina de tal forma que generalmente no admiten corrección. Podríamos afirmar que es rebelde y sigue con su tozuda forma de pronunciarse.
Cierto es que a veces se puede hacer con conciencia y otra por devaluación o degeneración de lenguaje que ha influido por el estilo de mal-hablar de su alrededor. Si hay intención directa de deshonrar a Dios y falta al respeto debido a Dios y su nombre, es de suyo un pecado grave (cfr. Código de Derecho Canónico, can. 1369). De ahí se sigue que el segundo mandamiento de la ley de Dios tiene su repercusión en nuestra forma de hablar y para ello nos pone en camino de que no hemos de utilizar su nombre en vano. ¡A Dios se le ama, no se le insulta!
Publicado por la archidiócesis de Pamplona.