Son muchos los temas, acuciantes temas que me invitan a escribir: el testimonio conmovedor del joven Ignacio Echeverría, profundamente creyente, que ha dado su vida por una mujer amenazada por terroristas blasfemos y feminicidas, movidos por la mentira: mi condolencia a sus padres y hermanos, a su familia, mi agradecimiento y mi plegaria por él y ante él. También me motiva el aniversario de las primeras elecciones democráticas conforme a la Constitución que nos dimos los españoles, en todas las regiones y libremente; me motiva asimismo todo el tema de la secesión, ilegítima, de partes muy queridas de España, llamadas, al contrario de lo que hacen, a la unidad que somos, bien moral a preservar unido al bien común que a todos obliga. Me motiva el gran y gozoso acontecimiento que vivimos en Valencia con la llegada para quedarse de cincuenta monjas de Iesu Communio a Valencia, procedente de Burgos: gran futuro cargado de esperanza y fuerza del Espíritu para evangelizar a los jóvenes desde la contemplación.
 
No voy a escribir esta semana de estos apasionantes temas. Y lo voy a hacer de la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo que celebraremos el próximo jueves y que tanto tiene que ver con estos mismos temas.
 

De la fuente de la Eucaristía brota la caridad, el amor, la unidad, la verdad, que es la forma de vida del cristiano. Aquí se hace presente verdaderamente el amor sin medida con el que Dios ha amado y ama a los hombres en su Hijo y aquí nos llama a que nosotros hagamos lo mismo que Él: amarnos los unos a los otros como Él nos ama, como nos ha amado en Cristo, hasta el extremo. Por eso la caridad es lo que constituye el principio vital de la Iglesia, Cuerpo del Señor. Por eso también nos recuerda San Pablo: «Si no tengo caridad, nada soy. Si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Cor 13,23).
 
La caridad es lo que expresa la singularidad del amor cristiano: el amor que brota de Dios. No es un ejercicio de mera filantropía, no es un sentimiento de simpatía hacia los hombres, no es una simple prestación de servicios a quienes lo necesitan; no es ni puede reducirse al voluntariado social. La caridad nos dice la revelación cristiana, es el amor mismo de Dios derramado en nuestros corazones. Dios es amor y el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. «Quien no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor» (1 Jn 4,7-8). Como Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, Dios con nosotros, con su propio amor, amor de Dios humanado, la caridad cristiana nos llama a entregarnos a los pobres, los desgraciados, los miserables, los pecadores; nos lleva a compartir cuanto somos y tenemos con quienes lo reclaman desde cualquier necesidad; nos conduce a establecer unas relaciones humanas nuevas apoyadas en el amor de Dios y que es Dios; unas relaciones apoyadas en el respeto a la dignidad de cada ser humano y a la defensa del débil, del inocente y del indefenso.
 
La caridad nos compromete a los cristianos a instaurar un mundo nuevo y reclama de nosotros que nos empeñemos auxiliados por la gracia divina, en las circunstancias actuales, en lograr algo cada vez más urgente y necesario: la unidad de todos en la lucha contra la pobreza y las pobrezas que atenazan y amenazan a nuestra sociedad. Esto está pidiendo que los cristianos nos centremos en la Eucaristía, que hagamos de ella el centro, la fuente y el culmen de la vida cristiana. Aspirar a la caridad, hacer de ella la norma de nuestra vida, vivir la caridad, llevar a cabo la instauración de un mundo nuevo que exige la caridad como la forma propia del vivir cristiano, está exigiendo que los cristianos vivamos profundamente el misterio de la Eucaristía.
 
Sólo quien se alimenta de Cristo, caridad de Dios, amor de Dios hecho carne, puede entregar ese amor a los demás; sólo quien vive a Cristo, quien se une a Él, puede entregarlo a los demás, y con Él y como Él ser el buen samaritano que se acerca al malherido y maltrecho para curarlo. Sólo quien participa en la Eucaristía, quien vive todo lo que significa y es el misterio eucarístico se capacita para hacer de su vida una entrega de sí mismo y de sus cosas a los demás, es decir, un darse real y enteramente a todos.
 
No podemos olvidar aquellas palabras vibrantes de San Juan Pablo II en Dos Hermanas en el acto de inauguración de las obras sociales del Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla, que tanto significó para todos: «La Eucaristía es la gran escuela del amor fraterno. Quienes comparten frecuentemente el pan eucarístico no pueden ser insensibles ante las necesidades de los hermanos, sino que deben comprometerse en construir todos juntos la civilización del amor. La Eucaristía nos conduce a vivir como hermanos; sí la Eucaristía nos reconcilia y nos une; no cesa de enseñar a los hombres el secreto de las relaciones comunitarias y la importancia de una moral fundada sobre el amor, la generosidad, el perdón la confianza en el prójimo, la gratitud. En efecto, la Eucaristía, que significa acción de gracias, nos hace comprender la necesidad de la gratitud; nos lleva a entender que hay más alegría en dar que en recibir; nos impulsa a dar la primacía al amor en relación con la justicia, y a saber agradecer siempre, incluso cuando se nos da lo que por derecho nos es debido» (San Juan Pablo II).
 
 Cuanto más damos, más tenemos, porque el amor de Dios está en nosotros, pues Dios es amor. Participar y vivir la eucaristía es vivir y realizar visiblemente en toda nuestra conducta la vocación cristiana: vocación al amor, vocación a ser santos como Dios es santo, como Dios es amor. La santidad no es otra cosa que el vivir en Dios y desde Él, vivir en el amor que es Dios y desde Él, es decir la perfección de la caridad y la plenitud del amor. Quienes siguen este camino, que es el de Cristo, no se equivocarán nunca. ¡Cómo necesitamos de la Eucaristía siempre y especialmente en los momentos cruciales que estamos viviendo! ¡Cómo la necesitamos para ofrecer al mundo el testimonio de amor y de unidad, de santidad en suma, que los hombres están en el fondo demandando, el testimonio de la verdad que se hace en el amor!

Publicado en La Razón el 14 de junio de 2017.