El obispo Shao tiene un solo problema: el Papa le había nombrado obispo coadjutor de Wenzhou y le confirmó como pastor de la diócesis al fallecer su predecesor, pero el Gobierno no le ha reconocido como tal. En su caso no se alcanzó el laborioso acuerdo logrado para otras diócesis tras extenuantes tiras y aflojas entre la Santa Sede y el régimen. Pedro Shao nunca ha pertenecido a la Asociación de Católicos Patrióticos, y es posible (aunque la opacidad es total al respecto) que su detención pretenda doblegarle para que acepte encuadrarse en ella. Tampoco es casualidad que esto acontezca en un momento en que diversas fuentes hablan de un bloqueo del diálogo entre la Santa Sede y Pekín con el fin de establecer un marco de funcionamiento para la Iglesia católica en China, que debe incluir un procedimiento que salvaguarde la naturaleza de la Iglesia y que salve los recelos chinos ante supuestas injerencias de una “potencia extranjera”.
Pero decíamos que Mons Shao, a pesar de su juventud (tiene 54 años), ya conoce los delicados procedimientos de la burocracia comunista. En 1999 sufrió un primer arresto, y en 2007, tras un viaje a Europa, fue nuevamente detenido y se le mantuvo en prisión durante nueve meses. Este mismo año, siendo ya obispo de Wenzhou, fue literalmente secuestrado en los días previos a la Pascua para impedir que pudiese presidir los oficios litúrgicos de Triduo Santo. Como se ve, estos funcionarios son detallistas en todo lo que se refiere a los grandes eventos de la comunidad cristiana. Ironías aparte, se trata de enviar un mensaje a la comunidad católica, que en Wenzhou ha estado profundamente dividida entre quienes han buscado adaptarse a las exigencias del régimen y quienes han preferido mantener su libertad en nombre de la fe. El mensaje es que Pedro Shao, a pesar del mandato del Papa, no podrá presidir la diócesis en condiciones seguras mientras no ceda. Así se intenta, además, que no se cierre la fractura entre una parte y otra de la comunidad católica. Por eso su figura representa todo el drama que vive ahora mismo la Iglesia en China.
En esta ocasión la preocupación es aún mayor debido al tiempo transcurrido y a la ausencia de noticias que puedan tranquilizar a la familia y a los fieles. También está viva la memoria de lo que ha sucedido en el pasado con otros obispos, que fueron conducidos lejos de sus diócesis sin acusaciones claras y sin posibilidad de defensa, y sólo se conoció su suerte cuando ya habían fallecido y sus restos fueron entregados a los familiares no sin dificultades. Y es que por mucha normalización internacional que las potencias occidentales quieran ofrecer al régimen de Pekín, este sigue funcionando según una lógica totalitaria.
No albergo dudas sobre la sabiduría y el tacto con el que la Santa Sede se mueve en el tablero chino, buscando con lealtad y transparencia la mejor solución para los católicos de aquel gran país, para que puedan vivir y proclamar su fe con la mayor libertad y seguridad posibles. Simplemente es un hecho que, enfrente, se sienta un interlocutor sinuoso y dispuesto a usar sus peores artes, llegando incluso a jugar con la vida de personas inocentes, cuyo único delito consiste en mantener sencillamente la fe frente a la prepotencia de los mandarines. A mí (como a la mayoría) no me toca decidir jugada en el ajedrez chino (que el Señor ilumine a los suyos) pero sí me corresponde levantar acta de la belleza y la verdad del testimonio de hombres y mujeres como el obispo Pedro Shao Zhumin. Y también, aunque sea con un punto de modesta ironía, reclamar a la comunidad internacional que haga algo para protegerles, de acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que teóricamente debe regir la convivencia, también con un socio tan poderoso y relevante como la China de Jiang Ze Ming.
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