Desgraciadamente, hoy se convive poco en la familia, ni los padres entre sí, ni con sus hijos. La educación supone tiempo y no es malgastarlo dárselo a los hijos con alegría para así estar a su alcance en el momento de la confidencia que de otro modo no hubiera tenido lugar. Además, conviene que no les escatimen los elogios, aunque sin pasarse, pues es bueno poner el acento en sus virtudes, buenas cualidades y progresos. Los padres deben ayudar a los hijos en sus problemas, para que así puedan tener éxitos, aunque sean pequeños, que les den confianza en sí mismos; pero respetando su autonomía, no haciendo por los hijos lo que ellos pueden hacer por sí mismos, es decir no cortando sus alas y dejándoles experimentar, sin tratar de solucionarles todo, pues equivocarse y pedir ayuda es algo normal y bueno.
Para favorecer un clima de confianza y comunicación, es necesario que los padres estén de acuerdo en las líneas fundamentales de la educación de sus hijos, ayudándose mutuamente, pues reconforta mucho sentirse apoyado por el otro y procurando especialmente no manifestarse en desacuerdo delante de ellos. El padre debe ser consciente de que, aunque su trabajo sea muy importante en la economía familiar, debe ofrecer a los suyos sobre todo su afecto y ternura. Ambos padres tienen que estar en disposición de hablar regularmente con los hijos, por ejemplo dedicando la cena no a ver televisión, sino a charlar, aprovechando los momentos en que no hay tensiones ni conflictos, y estar en condiciones de discutir dudas y preocupaciones, procurando que los temas de conversación familiar no se queden en mera superficialidad, sino sabiendo escuchar todas las opiniones y analizar las posibles soluciones, sin dejarse llevar ni por impulsos, pues las discusiones a gritos no resuelven nada, ni por permisivismos ante sus caprichos. Los hijos aprenden así a tomar decisiones y razonarlas. Una familia estable y serena es la mejor garantía para que los hijos tengan también estas cualidades.
Los problemas de los jóvenes son en gran medida un síntoma de la problemática familiar y social. Hoy vivimos una sociedad con grandes cambios: es la época del automóvil, de la píldora, de la informática, de la sociedad de consumo, con una sociedad que rechaza muchos de los valores tradicionales y con una gran libertad de costumbres. También están en boga el laicismo y el secularismo, que niegan la fe y tratan de imponernos una concepción del mundo en la que Dios es superfluo y hasta un obstáculo para el progreso, pero que en realidad conducen a las aberraciones de la ideología de género. Pero hay actualmente valores en alza como la solidaridad, la justicia, la sinceridad (que no hay que confundir con la mala educación), la lealtad, el deseo de comunicación, la ternura, el respeto a la naturaleza etc., sin olvidar que los jóvenes son capaces de razonar y se les puede reclamar que a su vez intenten comprender a sus padres y acepten un diálogo basado en la confianza recíproca y en un saber ponerse en el lugar del otro.
Las relaciones entre hermanos tienen una riqueza especial: el compartir en igualdad el amor de los padres. La Escritura elogia la unión entre hermanos: “¡Qué agradable y delicioso que vivan unidos los hermanos!” (Sal 133,1). El desarrollo normal de un niño se ve muy favorecido por la presencia junto a él de otros hermanos y hermanas. En las familias numerosas, si los padres se quieren y saben dar un testimonio de los valores religiosos y morales, los niños se desarrollan en una ambiente lleno de vida y alegría, del que es muy difícil surjan seres caprichosos. Es muy importante el papel de los hermanos mayores, que son una gran ayuda tanto para los hermanos pequeños como para los padres, siendo, para los pequeños, confidentes, y, para los padres, ayudantes.
Es indudable que los hermanos son grandes educadores de sus hermanos, faltándole al hijo único algo tan importante como la relación con sus hermanos y hermanas. Recuerdo en este punto que en cierta ocasión confesé a dos familias muy numerosas con nueve y diez hijos, casi al completo. Me pudo la curiosidad y les pregunté a los adolescentes qué opinaban de ellos sus compañeros de clase. Me contestaron: “Al principio creían que era una broma, pero cuando vieron que era verdad algunos, una pequeña minoría, nos decían que qué mala suerte heredar unos hermanos la ropa de otras y tener restringidos los caprichos, pero la mayoría nos decían que qué suerte teníamos y que nos tenían una sana envidia”.
Y es que con los hermanos se aprende a compartir, a que uno no es el centro del universo, a que el otro es diferente, a que no sólo se tienen derechos, sino también deberes. La convivencia obliga a constantes pactos, es decir a practicar la flexibilidad y la tolerancia. En cuanto a los hermanos bastante seguidos, no sólo son los compañeros ideales de juegos, sino que hay un dicho que reza así: los hermanos están hechos para dos cosas (y el orden de factores no altera el producto), para quererse y para pegarse, aunque ciertamente hay que evitar que las discusiones lleguen a un nivel de violencia preocupante. Pero detrás de esas broncas uno se sabe querido y también que, a la hora de la verdad, puede contar con sus hermanos y ellos contigo.