Me lo dijo un señor que acababa de leerse mi más reciente novela, cuando se me acercó para que se la firmara, en una caseta del Retiro: "Esta novela sólo la puede haber escrito un hombre pretecnológico como usted". Por el ademán y el tono que había empleado se podía entender que estaba tratando de piropearme; pero la observación en sí podría haber sido perfectamente un vituperio. Como yo reaccioné con un gesto algo mohíno, el señor quiso disipar cualquier ambigüedad y remachó: "Se lo digo como un elogio. Yo también soy pretecnológico y sé reconocer a uno de los míos".
Hablando más reposadamente con aquel señor, entendí al fin la intención de su comentario. Pretendía significar que aquella novela había sido escrita 'a la antigua usanza', no sólo porque tuviese una extensión inusitada, sino también porque la habitaban multitud de personajes, porque sus frases eran fluviales, porque su estilo incluía figuras retóricas o formas de adjetivación que nuestra época juzga jeroglíficas. Y también pretendía significar que una novela escrita de este modo exige un lector que todavía no haya sido maleado fatalmente por las nuevas tecnologías, que imponen una lectura nerviosa, puramente funcional, y exigen un lenguaje cuanto más rudimentario y expeditivo mejor. Agradecí al señor que ponderase de este modo mi novela; pero a la postre sus ponderaciones y alabanzas me dejaron melancólico.
'Mil ojos esconde la noche' es la última novela de Juan Manuel de Prada.
Según estudios recientes, los adolescentes sólo son capaces de concentrarse en una tarea durante sesenta y cinco segundos, mientras que los adultos apenas pueden aguantar tres minutos. Todos podemos comprobarlo en nuestra vida cotidiana, observando a nuestros hijos, observando a la gente que nos rodea, observándonos a nosotros mismos. La tecnología está impulsando una mutación antropológica como tal vez el mundo no contemplaba desde el tránsito de la cultura oral a la cultura escrita. Aquel tránsito mató, sin duda, muchas de nuestras capacidades de memorización y erosionó nuestra vida comunitaria, a cambio de brindarnos indudables ventajas. Pero la tecnología está produciendo en nuestras vidas mutaciones mucho más problemáticas. ¿Qué actividad propiamente humana se puede desarrollar durante sesenta y cinco segundos? ¿Qué cantidad de amor y abnegación podemos brindar en tres minutos?
Las nuevas tecnologías, con su profusión de pantallitas y dispositivos portátiles, nos han sumergido en un carrusel vertiginoso que ha centrifugado nuestra humanidad, que ha hecho añicos nuestra capacidad de concentración, que ha atomizado y desintegrado todas nuestras percepciones, que nos ha incapacitado para desarrollar tareas que exijan dedicación y esmero. Y ha impuesto una nueva forma de lectura 'en diagonal' que no merece tal nombre, tan compulsiva y bulímica como el consumo de pornografía, en la que no tiene cabida el deleite estético, tampoco la argumentación compleja o refinada. Así, toda lectura que exija nuestra atención se convierte ipso facto en aflictiva; toda expresión literaria sutil se torna pedantesca; toda argumentación compleja se vuelve árida y prolija.
Nos hallamos ante una auténtica mutación antropológica que no queremos afrontar, al estilo del pecador que no quiere aceptar su pecado y termina santificándolo. Y lo más amedrentador de esta mutación es que la dependencia tecnológica que padecemos no es meramente morbosa, al estilo de un sarampión; ni siquiera lo es al estilo de un cáncer, que pillado a tiempo se pueda remediar mediante su extirpación. Las nuevas tecnologías se están convirtiendo –desde luego, para las nuevas generaciones, pero también para mucha gente ya talludita– en una dependencia orgánica: dependemos de ellas como dependemos de nuestros pulmones, de una manera a la vez visceral e inconsciente que ya ni siquiera advertimos. Pero, si nos privasen de esa dependencia, lo experimentaríamos de forma traumática, como una mutilación que nos deja incompletos, exactamente igual que si nos privasen de un pulmón.
Aquel lector que ponderó mi novela me estaba salvando de la quema, pero también me estaba condenando a una melancolía semejante a la que a veces asalta a don Quijote, cuando advierte que le ha tocado vivir en un mundo sin caballería andante, un mundo en el que se siente forastero y lo contempla como una estantigua propia de otra época. Es muy triste vivir en un mundo sin caballería andante, casi tanto como escribir en un mundo nervioso que camina hacia la noche; y que, mientras camina, nos contempla con una mezcla de piedad y aprensión, como si fuésemos mutilados.