Era un pro­fe­sor com­pro­me­ti­do y es­tric­to, co­no­ci­do tam­bién por sus alum­nos como un hom­bre jus­to y com­pren­si­vo. Al ter­mi­nar la cla­se aquel día de ve­rano, mien­tras el pro­fe­sor or­de­na­ba unos do­cu­men­tos de su mesa, se le acer­có uno de sus alum­nos y, de ma­ne­ra desa­fian­te, le dijo:

-Pro­fe­sor, lo que me ale­gra de ha­ber ter­mi­na­do la cla­se es que no ten­dré que es­cu­char más sus ton­te­rías y po­dré de­jar de ver esa cara suya tan abu­rri­da.
 
El alumno es­ta­ba er­gui­do y con ex­pre­sión arro­gan­te, en es­pe­ra de que el pro­fe­sor reac­cio­na­ra ofen­di­do y des­con­tro­la­do.
 
El pro­fe­sor miró al alumno por un ins­tan­te y con enor­me tran­qui­li­dad le pre­gun­tó:
 
-Cuan­do al­guien te ofre­ce algo que no quie­res, ¿lo re­ci­bes?
 
-Por su­pues­to que no –con­tes­tó el mu­cha­cho, de nue­vo en tono des­pec­ti­vo, pero des­con­cer­ta­do al mis­mo tiem­po por la ca­li­dez con que el pro­fe­sor le ha­bía he­cho la pre­gun­ta.
 
-Bueno –pro­si­guió el pro­fe­sor– , cuan­do al­guien in­ten­ta ofen­der­me o me dice algo des­agra­da­ble, me está ofre­cien­do algo, en este caso una emo­ción de ra­bia y ren­cor, que pue­do de­ci­dir no acep­tar.
 
-No en­tien­do a qué se re­fie­re –dijo el alumno, con­fun­di­do.
 
-Muy sen­ci­llo –re­pli­có el pro­fe­sor–. Tú me es­tás ofre­cien­do ra­bia y des­pre­cio, y si yo me sien­to ofen­di­do o me pon­go fu­rio­so, es­ta­ré acep­tan­do tu re­ga­lo; y yo, ami­go mío, en ver­dad pre­fie­ro ob­se­quiar­me mi pro­pia se­re­ni­dad. Mu­cha­cho –con­clu­yó el pro­fe­sor en tono ama­ble–, tu ra­bia pa­sa­rá, pero no tra­tes de de­jar­la con­mi­go, por­que no me in­tere­sa; yo no pue­do con­tro­lar lo que tú lle­vas en tu co­ra­zón, pero de mí de­pen­de lo que yo car­gue en el mío.
 
¡Cuán­tas ve­ces per­de­mos la paz por lo que nos di­cen o nos ha­cen! Sí, per­de­mos la paz y, a ve­ces, nos en­zar­za­mos en una dis­cu­sión de di­mes y di­re­tes que nos lle­va in­clu­so a enemis­tar­nos.
 
¡Qué sa­bias son las pa­la­bras del pro­fe­sor de la his­to­ria na­rra­da más arri­ba! (José Car­los Ber­me­jo, Cuen­tos con sa­lud, Sal Te­rrae, 2012, pp.119120) “Pre­fie­ro ob­se­quiar­me mi pro­pia se­re­ni­dad. Tu ra­bia pa­sa­rá, pero no tra­tes de de­jar­la con­mi­go, por­que no me in­tere­sa; yo no pue­do con­tro­lar lo que tú lle­vas en tu co­ra­zón, pero de mí de­pen­de lo que yo car­gue en el mío”.
 
Que­ri­dos her­ma­nos, tra­te­mos de pro­te­ger nues­tro co­ra­zón para no de­jar­nos lle­var por la amar­gu­ra o el de­seo de ven­gan­za fren­te a quie­nes nos tra­tan mal. Si­ga­mos el buen con­se­jo de Cris­to: “Ben­de­cid a los que os mal­di­cen, orad por los que os ca­lum­nian” (Lc 6,28). Si el Se­ñor nos pide vi­vir así, se­ñal pues, que si le pe­di­mos, nos con­ce­de­rá este don. Este es el ca­mino se­gu­ro para vi­vir con paz y ale­gría; esa paz y ale­gría que el mun­do no co­no­ce y que bro­ta del ma­nan­tial que es el Se­ñor nues­tro Dios.