En otros tiempos, los niños católicos aprendían que la Iglesia tenía cuatro “notas”: la Iglesia es una, santa, católica (en el sentido de “universal”) y apostólica. Estas notas procedían del Credo Niceno-Constantinopolitano, que rezamos en misa los domingos y en las solemnidades litúrgicas. El Catecismo de la Iglesia católica enseña que “estos cuatro atributos, inseparablemente unidos entre sí… la Iglesia no los tiene por ella misma; es Cristo quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades” (CIC, nº 811).
Habrán observado que “inclusiva” no es uno de los atributos dados por Cristo a la Iglesia, aunque “universal” sí lo es. Las distinciones, como siempre, son importantes.
La universalidad debe caracterizar la misión evangelizadora de la Iglesia, pues el Señor nos ordenó: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19). Y hay una realidad eclesial fundamental que queda definida por una cierta forma de inclusividad: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28-29). Además, el Señor llama a la Iglesia a servir a todos, no solo a sus miembros: como ha señalado el historiador y sociólogo Rodney Stark, en la Antigüedad clásica (cuando los enfermos solían ser abandonados incluso por sus familias) el que los antiguos cristianos atendiesen a enfermos que no formaban parte de su comunidad de fe atrajo a muchos a la conversión.
Estas expresiones de inclusividad (o catolicidad, o universalidad) eclesial no son, sin embargo, lo que la cultura woke contemporánea entiende por ser “inclusivo”. En el sentido que se le da hoy, “inclusión” significa aceptar la definición que cada cual da de sí mismo como si fuese coherente con la realidad, incuestionable en sí misma y por tanto de obligada ratificación.
En este contexto, vale la pena señalar que Nuestro Señor Jesucristo practicó ocasionalmente alguna importante exclusión. Como su exclusión de la bienaventuranza para un tipo de pecadores: “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás” (Mc 3, 29). Y su condena de la falta de compasión: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41). Y el destino que aguarda a quien escandaliza al inocente: “Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar” (Lc 17, 2). Y su determinación de “prender fuego a la tierra” (Lc 12, 49) y quemar todo lo que sea contrario al Reino de Dios.
La cuestión de la “inclusión” en la auto-percepción de la Iglesia fue planteada recientemente por el cardenal Robert McElroy en un artículo publicado en America, pues la sensibilidad de que hace gala el artículo del cardenal no es la de la Biblia, los Padres de la Iglesia, el Concilio Vaticano II o el Catecismo. Es la sensibilidad de la obsesión de la cultura woke por la “inclusión”.
El artículo sugiere, aunque elípticamente, que la preocupación por la inclusión mantiene abiertas la cuestión de la ordenación de mujeres al sacerdocio ministerial y la de la licitud moral de la práctica homosexual. Pero eso no es lo que enseña la Iglesia católica. ¿Cómo puede pensar otra cosa un hombre inteligente que ha jurado solemnemente hacer suya esa doctrina y defenderla?
Al igual que la cultura woke contemporánea, el artículo del cardenal parece considerar la ideología de género como una forma secular de la verdad revelada. Lo cierto es que las teorías en torno al “género” como una construcción social y a la “fluidez de género” contradicen rotundamente la divina revelación: “Hombre y mujer los creó” (Gén 1, 27).
El artículo lamenta de forma extravagante (y sin aportar pruebas) la existencia de un extendido animus contra “las comunidades LGBT” y considera “demoniacas” esas actitudes viscerales. Pero el cardenal McElroy no tiene nada que decir sobre las intensas (y fácilmente documentables) presiones culturales, profesionales y legales que soportan quienes se oponen al rechazo woke a la recta ordenación del amor humano.
El himno de la inclusionmanía es el infantil concepto de la libertad de Frank Sinatra: “I did it 'my way' [Lo hice a mi manera]”. Quemar incienso en el altar de ese infantilismo no va a conducir a los hombres a ese Cristo que unió la libertad a la verdad: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32). La Iglesia católica es una comunión de hombres y mujeres que, con sus debilidades humanas, afrontan las vicisitudes de la condición humana. Pero esa comunión de discípulos ha recibido del Señor mismo las verdades realmente liberadoras, verdades que no se someten a la aprobación o desaprobación de grupos de discusión. Como el autor bíblico recordaba a sus lectores (y a nosotros): “No os dejéis arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas” (Hebr 13, 9) que pongan en peligro la evangelización.
La “inclusión” woke no es catolicidad auténtica.
Publicado en Denver Catholic.
Traducción de Carmelo López-Arias.