Este año para mí es un día de la madre especial, el de todas las madres que hemos perdido un hijo, en el seno materno o ya nacido. En este día de alegría y agradecimiento por el don de la maternidad, oigo a Raquel que llora por sus hijos. Inconsolable. Un dolor del tamaño de su amor. Muchas madres, algunas invisibles, lloramos con ella. Y las que abortaron pero no dejaron de ser madres lloran también con nosotras. Y aquellas que sufren la aparente falta de agradecimiento y el olvido.
Para todas hay esperanza. Ni una sola de nuestras lágrimas se ha perdido. Nuestro luto se convertirá en danza. Y un día los abrazaremos para no volvernos a separar. Precisamente por el llanto y la oración de una madre, hay esperanza para el hijo, que volverá a vivir, que volverá de la tierra del enemigo, si es que se fue. Las lágrimas son semilla de vida. No nos ahoguemos en ellas.
«Así habla el Señor: ¡Escuchad! En Ramá se oyen lamentos, llantos de amargura: es Raquel que llora por sus hijos; ella no quiere ser consolada, porque ya no existen» (Jeremías 31,15).
Raquel llora porque siente que sus hijos ya no existen, y ¡cuántas veces sentimos nosotras lo mismo! Nostalgia infinita de poder abrazar sus cuerpos. Una pérdida aparentemente irreparable. Pero nuestros hijos no han dejado de existir, no han desaparecido. Nuestros hijos viven porque nuestro Dios es el Dios de la vida. No es Dios de muertos sino de vivos.
Volverán a tener un cuerpo lleno de vida, un cuerpo glorioso, que será el mismo que gestamos en nuestro vientre. Y podremos observar cada uno de sus rasgos y reconocer los parecidos y la herencia genética que les fue regalada desde el momento de su concepción.
El Papa Francisco explicaba en su catequesis del pasado 4 de enero cómo acompañar a una madre rota por el dolor de la pérdida de un hijo: “Raquel encierra en sí el dolor de todas las madres del mundo, de todo tiempo, y las lágrimas de todo ser humano que llora pérdidas irreparables. Este rechazo de Raquel que no quiere ser consolada nos enseña también cuánta delicadeza se nos pide ante el dolor de los demás. Para hablar de esperanza a quien está desesperado, se necesita compartir su desesperación; para enjugar una lágrima del rostro de quien sufre, es necesario unir a su llanto el nuestro. Solo así, nuestras palabras podrán dar un poco de esperanza. Y si no puedo decir palabras así, con el llanto, con el dolor, mejor el silencio. La caricia, el gesto y nada de palabras.
Y Dios, con su delicadeza y su amor, responde al llanto de Raquel con palabras verdaderas, no fingidas; de hecho, así prosigue el texto de Jeremías: «Deja de llorar y enjúgate las lágrimas. Todo lo que has hecho por tus hijos te será recompensado. Volverán de la tierra del enemigo. Hay esperanza. Tus hijos volverán al hogar. Lo digo Yo, el Señor» (Jeremías 31, 1617)”.
Pongamos a nuestros hijos en brazos del Señor, que los cuida con ternura infinita mientras nos esperan. Sus almas inocentes dan gloria a Dios y consuelan su corazón herido. Y repitamos con serenidad, o sin ella, con el santo Job: “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor”.
Y lloremos ríos si hace falta. Job también expresa su dolor, lo deja aflorar, no lo contiene forzando una mueca de alegría fingida, no tiene miedo a sentir, a gritar de dolor a su Dios. Con valentía, enfrenta a Dios con el problema del mal. Pero no Le culpa. No comprende, pero deja a salvo la bondad infinita de Dios.