Ante personas agnósticas, descreídas o ateas, en cuanto muestran un signo de afecto o de interés, enseguida pensamos: es una persona abierta, en proceso de búsqueda, interesante… Y, por supuesto, nos abrimos a ellos.
Sin embargo, somos mucho más duros ante los hermanos en la fe con planteamientos distintos a los nuestros. Muchas veces nos sale espontáneamente una etiqueta: tradicionalista, liberal, progresista, conservador, relativista, buenista, funcionario de la religión, iluminado, recién llegado, fanático, sabio oficial y un largo etcétera.
¿Cuál es la razón de esta diferencia? La actitud abierta me la explico porque es la misma que tuvo Jesús, que vino a llamar a conversión a quienes estaban lejos. Pero no me resulta fácil entenderme en la de los escribas y fariseos que se oponían a Jesús y rechazaban aquello que no eran ellos mismos. Y el hecho es que muchas veces me veo ahí dentro.
No se me ocurre otra razón que la presencia exagerada del “yo”, siempre el yo, que necesita enfrentarse a alguien para ser él mismo. Ese yo sobredimensionado que hace que no quepan en nuestro corazón y en nuestro entendimiento muchos de los hermanos que nos rodean. En la casa de Dios hay muchas moradas, así que no dudemos lo más mínimo de que delante del Trono de Dios no faltará ninguno de aquellos que recibieron a Jesucristo como Señor, independientemente de la etiqueta injusta y siempre simplista que les hayamos colocado.
Aceptemos que hay hermanos en la fe que tienen planteamientos distintos a los nuestros, sin escandalizarnos con tanta facilidad los unos de los otros. Somos siervos indignos, no héroes de la ortodoxia.
Si yo abarco a alguien con mi brazo derecho y él se deja abarcar por el izquierdo, ¿no es eso un abrazo?
La Iglesia no es una torre de marfil en la que refugiarnos y regodearnos en el pensamiento único. Dios cuenta con nuestras diferencias y hará su obra a pesar nuestro. Pero cuenta también con nuestro amor; respetémonos y amémonos de verdad unos a otros. Como se ama a los hermanos cuyo pensamiento no coincide con el nuestro. Y eso no hace menos cierto lo de que “el hermano ayudado por su hermano es como una ciudad amurallada”.
No seamos el hermano mayor amargado en la casa del Padre. Un hermano que desconfía y no acoge. Disfrutemos de la música y bailemos, también con los recién llegados, tan hijos y tan hermanos como los que nunca se fueron. La primera caridad con los de dentro. Si no, ¿qué testimonio vamos a dar?
“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, por el amor que os tenéis los unos a los otros”: Juan 13, 35.