Una conocida mía me contó el siguiente hecho: “Éramos tres amigas: yo, una médico agnóstica y otra profundamente creyente y con cáncer terminal. Un día la enferma se dio cuenta de que la médico estaba preocupada y le preguntó la razón. La médico contestó. ‘Sabes que estoy a punto de jubilarme y quiero volver a mi tierra, pero para eso necesito vender el piso donde vivo. Cuando la operación estaba casi terminada, se ha deshecho’. A lo que la enferma respondió: ‘Mira, yo voy a ir a un sitio donde voy a mandar mucho. Te arreglaré el asunto’. El mismo día que la enferma murió, la médico logró vender su piso”.
En cierta ocasión pregunté a una mujer cuyos padres habían fallecido si rezaba por ellos. Me contestó que no, porque había pasado bastante tiempo y estarían en el cielo: “Lo que sí hago, me dijo, es encomendarme a ellos como mis protectores”. Personalmente, en los funerales, me gusta decir a las familias, que, cuando me muera, y se lo deseo también a ellos, me encontraré en la puerta del cielo con mis seres queridos y espero encontrarme con dos grupos: uno me dirá "Gracias por tus oraciones, pero no me han hecho falta, porque ya estaba en el cielo"; el otro, en cambio, me las agradecerá porque le han ayudado a salir del Purgatorio y entrar en el cielo.
Para el cristiano está claro que la muerte hay que verla a la luz de la esperanza cristiana y de la fe en la resurrección. Creemos en la resurrección y en la vida eterna feliz, gracias a la visión beatífica de Dios. Afrontamos la muerte con el convencimiento de que Dios se hizo hombre y ha muerto en la Cruz por nosotros, y que quiso entregar su vida para que todos tuviéramos vida eterna, y es que nos ama infinitamente y desea, mucho más que nosotros mismos, nuestra salvación, que sólo podemos perder si rechazamos la oferta de Dios. Porque, como dijo San Agustín: “El Dios que te creó si ti no te salvará sin ti”. Si nos fiamos de Él, si nos damos cuenta de que Él sólo desea lo mejor para nosotros y nos dejamos llevar por Él, y procuramos colaborar en su obra de salvación, está claro que nuestra vida tendrá sentido y después de nuestra muerte nos espera la felicidad eterna.
En el Prefacio nº 1 de la Misa de Difuntos leemos estas hermosas palabras: “En Él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección, y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad, porque la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
Y es que, para un cristiano, la muerte es como un segundo nacimiento. Si la víspera de nuestro nacimiento nos dicen que íbamos a ser expulsados del seno materno a través de un conducto muy estrecho, seguro que hubiéramos protestado con todas nuestras fuerzas. Y, sin embargo, hoy celebramos nuestro cumpleaños. Pues lo mismo debe suceder con la muerte. Es cierto que nos provoca angustia, pero es nuestro paso obligado hacia la vida eterna feliz. En consecuencia y porque la considera como nuestro segundo nacimiento, la Iglesia suele celebrar el día de la fiesta de los santos en el día de su fallecimiento, porque es el día de su entrada en la vida eterna.
Pero queda algo pendiente: ¿hay alguna relación entre nosotros y nuestros difuntos? Está claro que con nuestras oraciones podemos ayudarles, pero ¿ellos a nosotros? El párrafo con que he iniciado este artículo creo nos da la respuesta. Estoy convencido que ellos también velan por nosotros y de que después de nuestra muerte descubriremos que nuestra separación ha sido mucho menos radical de lo que podríamos pensar.