Tiene 48 años, buena salud, gran capacidad de trabajo, recia espiritualidad y notable vigor apostólico. La descripción se refiere a José Ignacio Munilla, nombrado por el Papa el pasado sábado nuevo obispo de San Sebastián. Y el autor de la descripción es nada menos que su predecesor, Juan María Uriarte. Hay que agradecerle este gesto (que no podía darse por supuesto) dado que el nombramiento de Munilla ha sido recibido por demasiada gente con salvas de artillería.
Mejor no andarse con rodeos. La elección de Munilla responde a la convicción de la Santa Sede de que en la diócesis donostiarra es necesario un nuevo impulso y un cambio de rumbo. En cierto modo la llegada de Uriarte en 2000 para suceder al polémico obispo Setién obedecía ya a esa necesidad. Pero a la larga el complejo nacionalista-progresista fuertemente arraigado en las estructuras diocesanas, y también en el contexto político y social, ha inhibido cualquier movimiento de cambio. Y así el estancamiento eclesial parece evidente: escasez de garra misionera, carencia dramática de vocaciones, contestación al magisterio, falta de claridad en el diagnóstico sobre la violencia etarra y una secularización rampante, a pesar (o tal vez por eso) del predominio político de quienes enarbolaban indebidamente la tradición católica vasca. Sería absurdo imputar todo esto al ministerio de monseñor Uriarte (que sin duda ha querido hacer lo mejor para su diócesis), pero llegado el momento de su relevo se imponía la necesidad de un giro de timón.
Munilla era quizás la elección menos pacífica, la que conllevaba mayor coste de protesta e incomprensión a corto plazo, pero también la que mejores posibilidades ofrecía para imprimir a la diócesis una nueva vitalidad. Eso no significa que el nuevo obispo sea una especie de «salvador» o que tenga la varita mágica para resolver los problemas. El obispo es el testigo autorizado de la fe de la Iglesia, el vínculo de comunión, el padre que hace crecer cuanto de bueno hay ya en sus hijos. Y la pregunta grave que hoy aletea sobre la maravillosa bahía donostiarra es si Monseñor Munilla encontrará corazones abiertos, gente más apegada al Evangelio y al caminar concreto de la Iglesia que a sus clichés ideológicos y a sus fórmulas pastorales.
Yo estoy seguro de que sí. Seguro de que a la hora de la verdad no faltarán sacerdotes de cuerpo entero que sepan estar con su obispo aunque no responda a las pretensiones que pudieran albergar previamente. Seguro de que hay energías adormiladas entre los laicos, en las parroquias y asociaciones, que no se dejarán sorber el seso por las aburridas diatribas de los que ni comen ni dejan comer. Seguro de que hay un cansancio respecto a la cultura del nacional-progresismo eclesial, que amenazaba con secar todas las fuentes y que ya no era referente para casi nadie. No se trata de ningún ajuste de cuentas sino de un trabajar juntos, cada uno con su legítima sensibilidad dentro de la gran comunión de la Iglesia. Se trata de verificar en la realidad cotidiana que la fe vivida en la Iglesia es nuestro verdadero tesoro, y que sólo ella puede juzgar la utilidad de los proyectos políticos, sólo ella los recoloca en su verdadera dimensión siempre relativa. Sólo ella nos permite reencontrarnos como hermanos en la misma casa, disolviendo amargas contraposiciones.
Sería inútil una respuesta exhaustiva a los improperios (a veces llenos de odio y calumnias) que ha sufrido preventivamente José Ignacio Munilla antes de volver a pisar su tierra natal. Pero algo hay que decir. Ha bebido en la mejor teología del Concilio, es un apasionado del Corazón de Jesús, se formó fuera, pero volvió a su tierra como párroco en Zumárraga. Allí realizó una fecunda labor, creó comunidad cristiana y plantó cara a los violentos del entorno etarra, que son además los destructores de la tradición católica del pueblo vasco. Desde luego siempre fue obediente a su obispo, aunque su estilo pastoral no respondiese al patrón mayoritario de la diócesis. Sabe conectar con los laicos, no tiene alergia a los medios de comunicación y ama la diversidad de carismas en la Iglesia. Está lejos de cualquier alineamiento partidista, y es tan profundamente vasco como sobriamente español. Éste es el retrato del hombre que llega a San Sebastián para ser pastor de todos, para hablar también a los muchos (siempre demasiados) que han abandonado por cansancio, confusión o engaño.
Munilla no viene a cerrar ni a secar nada. No viene a quitar a unos para poner a otros, a arropar a un sector social y a despreciar a otro. Para ese viaje no serían necesarias estas alforjas. El Papa le ha encomendado la preciosa y ardua tarea de dar un nuevo impulso en un momento crítico para la sociedad y para la Iglesia en el País Vasco. Creo que para todos los católicos donostiarras, curas y religiosos, familias, parroquias, asociaciones y movimientos, se abre ahora una nueva oportunidad. La vida cristiana es siempre una sucesión de inicios, un volver a retomar la frescura del origen. Ahora la alternativa está entre asumir esta invitación cordial o encerrarse en la protesta amarga y en el prejuicio infecundo.
* Publicado en Páginas Digital