Dime lo que celebras y te diré quién eres. El regocijo que ha embargado a las feministas de Colombia, a la prensa progresista del mundo, incluyendo a la de nuestro país, y a los políticos de izquierdas porque se pueda abortar allá hasta las 24 semanas (seis meses) resulta especialmente indicativo. El aborto siempre es eliminar una vida humana, con independencia de la edad del feto y sin que altere la naturaleza del acto el que alrededor se llore o se salte de alegría.
Pero esos saltos de alegría son inquietantes. Condensan la más absoluta inversión de valores. Como que el aborto se permita cuando el feto sería viable y tiene ya, además, todas las características físicas de un bebé desarrollado. Se han traspasado las barreras, obsérvese, de la compasión (por el jolgorio que hacen) y de la sentimentalidad (por arrumbar el argumento del saquito de células y todos aquellos subterfugios anticientíficos). Aunque la hora es muy oscura, las cosas están muy claras. Antes los abortistas decían que abortar era una desgracia brutal pero inevitable y que todavía no era una vida. Ahora les da lo mismo.
No sé cómo hay quienes todavía reciben acomplejados lecciones de superioridad moral de esta gente. Si contamos las víctimas del aborto, superan en número la de cualquier régimen o guerra de la historia, incluyendo los más detestables y sanguinarios. La responsabilidad del aborto, encima, recae sobre las democracias, sobre el Estado de Derecho y sobre la libertad de las madres. Esta voluntariedad pública y personal se aduce como un mérito, pero en realidad, corruptio optimi pessima, lo hace muchísimo más grave. Nada es peor que la corrupción de lo mejor. La culpa ya no es de un tirano sádico o de una dictadura desquiciada. La impugnación que el aborto supone para el mundo contemporáneo, para nuestros sistemas de Derechos Humanos (ja) y para nuestra vanidad satisfecha es aplastante, aunque prefiramos no verla y hablar de Teodoro García Egea y de la Champions League.
Hay dos versos épicos de Julio Martínez Mesanza que ejercen un constante magnetismo entre los mejores lectores: «Hay espadas que empuña el entusiasmo/ y jinetes de luz en la hora oscura». De que ésta es esa hora, no cabe duda. Tampoco de que podríamos salvar tal vez a nuestro tiempo todavía y que, desde luego, podemos salvarnos a nosotros al menos empuñando las espadas de luz contra este horror tan celebrado y aplaudido.
Publicado en Diario de Cádiz.