Fueron las primeras en conocer la Resurrección, las que habían permanecido al pie de la Cruz, las mujeres. Las primeras, la Noche y la Luna. Luego las Marías y la Madre de Jesús. Ellas anunciaron esta Buena Noticia a los discípulos, y un poco la cosas siguen así.
Sí, porque ese querer Dios ser acogido sin avasallar permanece. Porque Dios ha querido salvar al mundo a través de la necedad de la predicación. Dios sigue queriendo poder ser rechazado, aunque su verdadero deseo es ser en nosotros. En la obra El Kerigma, de Kiko Argüello, más que recomendable como lectura espiritual en este tiempo de Pascua 2017, se explica muy bien la voluntad de Dios en este sentido. Otro texto no menos recomendable en idéntico sentido es el de Benedicto XVI titulado Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección. En él se presenta magistralmente cómo las confesiones de la resurrección guardan relación en su composición y expresión con hombres, mientras que el mismo hecho presentado como narración de lo ocurrido pone en primer lugar a las mujeres.
Pero ¿no sería mejor hacer milagros? ¿O aparecerse a troche y moche? Tal vez, pero al tiempo actuaríamos frente al hecho con menos libertad. Dios es un dios escondido, y así debe seguir siendo a juzgar por los hechos. Ese Dios con nosotros tomó carne en una mujer, la primera en conocer el definitivo plan de Dios con el hombre, la Nueva Eva. Y de algún modo es esta la realidad que nos debería acompañar en la Nueva Evangelización: contar con el rechazo, desear ser rechazados más que doblegar con nuestra locuacidad. Esto nos haría más humildes, y quién sabe si más gratos a Dios, como le ocurrió a David, que siendo apedreado por Semeí cuando huía de Absalón decidió orar no devolviendo mal por mal cortándole la cabeza, como le propusieron sus hombres, sino humillarse remitiendo la justicia a Dios, que finalmente le libró de Absalón.
Es Dios quien lleva la historia, también la Nueva Evangelización. El anuncio del Evangelio sigue sujeto a precariedad no obstante su importancia, tanta que hace exclamar a los discípulos que le vieron resucitado: "Si conocimos a Cristo en la carne, ya no le conocemos así", indicando la experiencia de ese toque de sustancia que supone el inhabitar del Espíritu Santo en el hombre, verdadero motor de la Nueva Evangelización, que urge al apóstol a anunciar el Evangelio más por la experiencia de ver cómo Cristo vive en ellos que por haberle visto con sus propios ojos. El encuentro de la fe.
Más importante que lo bien que lo hagamos es el amor que Dios tiene a las personas. Lo importante es la fuerza de Dios y su Sabiduría, que a lo largo de la historia llevan adelante a la Iglesia como a esa pobrecilla zarandeada de la que hablaba el profeta en la Vigilia Pascual, que vive sorprendida de cómo su Señor ha asentado sus pies sobre zafiro y azabache.
Que el Señor Jesús nos conceda su Espíritu para poder creer en Él y en que lo mejor que podemos hacer por los demás es anunciar el Evangelio, nos rechacen o no: la obra es suya. Como las mujeres que de madrugada fueron al sepulcro impulsadas por su amor al Maestro, vayamos a Él para que Él viva en nosotros y pueda así alcanzar a otros hombres. Vayamos a Galilea, a la Nueva Evangelización, que es donde nos ha indicado que le veremos, transformando a las personas a pesar del rechazo inicial al anuncio.
Así ocurrió con el Imperio Romano: cesaron las persecuciones. Quien encontraba una comunidad cristiana encontraba un oasis en medio del inhumano paganismo politeísta.
¡Cristo ha resucitado!
¡Verdaderamente ha resucitado!
¡Aleluya!