La novela El Idiota es una de las más autobiográficas de Fiodor Dostoievski. Su protagonista, el príncipe Lev Mishkin, es tremendamente bondadoso, con una despierta inteligencia y la sencillez de un niño, y al igual que el escritor, padece epilepsia. Le caracteriza su continua búsqueda del amor, pero tiene el problema de no saberlo distinguir de la compasión que le invade a menudo. Para Mishkin la compasión no se reduce al mero sentimiento sino que parte del convencimiento de que los seres humanos tienen la absoluta necesidad de ser salvados por el cristianismo. Sin embargo, ni el mundo frágil e insensible de la aristocracia rusa de finales del siglo XIX, ni el mundo utópico de los revolucionarios aspirantes a construir una religión y un paraíso en la tierra aceptan este tipo de salvación.

Mishkin y Dostoievski coinciden en que no hay otra belleza que pueda salvar al mundo que la de Jesucristo. Con todo, Parfion Rogochin, otro personaje de la novela, no parece muy convencido. Le basta con mostrar una reproducción, presente en las paredes de su casa, de un Cristo muerto, pintado por Hans Holbein en 1521 y que se encuentra en el museo de Basilea. Rogochin señala que la pintura no invita a meditar sobre la eficacia del sacrificio de Cristo. Por el contrario, podría ser adecuada para llegar a la desalentadora conclusión de que aquel hombre, desfigurado por los tormentos, no pudo haber vuelto a la vida.



En cualquier caso, el Cristo de Holbein resulta una imagen molesta. De hecho, Mishkin no consigue contar, en las primeras páginas de la obra, la desasosegadora impresión que le produjo contemplar la imagen en Basilea. Su pariente Elisabeta Prokofievna y sus tres hijas se limitan a pedirle que lo cuente en otro momento, y eso que Mishkin ni siquiera ha mencionado el título del cuadro. Habrá que esperar casi al final de la novela para que Dostoievski lo describa de forma conmovedora. Nos asegura que en ese Cristo depositado en el sepulcro no hay nada de sobrenatural. Se trata de un cadáver que sufrió en vida las más horribles torturas. Pero también se ajusta a la descripción del Siervo de Yahvé (Is 53,2), carente de belleza y apariencia para atraer las miradas. En este sentido, el pintor Holbein no parece demostrar ningún tipo de piedad ni de reverencia. Aquí solo hay un cadáver al que le espera, como a tantos otros, la descomposición. De ahí que en El Idiota surja esta terrible pregunta: ¿cómo pudieron creer los apóstoles que aquel despojo fuera a resucitar? Lo cierto es que, salvo Juan que permaneció al pie de la cruz, ninguno de ellos vio muerto a Jesús.

Desde luego, el pintor no hizo suya esa iconografía en la que el Crucificado tiene rasgos divinos y majestuosos, que casi nos llevan a pensar que su Pasión es algo secundario, un trámite forzoso para la gloria de la Resurrección. Es muy posible que Dostoievski se impresionara con el cuadro de Holbein por estar acostumbrado a que en la religión ortodoxa el Resucitado ocupe un lugar tan prominente que puede llevar a algunos a olvidar sus padecimientos redentores. Estamos ante el polo opuesto de esas manifestaciones del catolicismo en las que el drama de la Pasión corre el riesgo de dejar en un segundo plano la alegría de la Resurrección. Dostoievski tuvo que impresionarse porque estaba acostumbrado a un Cristo con fondos dorados y rostro hierático, y no a un Salvador que había sufrido en su carne todos los dolores imaginables por amor a los hombres. La belleza del Crucificado no es otra que la belleza de un Amor muchas veces oculto para los ojos humanos.

Por lo demás, el Cristo de Holbein nunca será una prueba concluyente de que las leyes de la naturaleza sean más poderosas que el propio Dios, reducido a esclavo de su propia creación. Si fuera así, no se diría del Siervo de Yahvé que tendrá como herencia una gran muchedumbre (Is 53, 11), y el tenerla es una muestra de que su sacrificio no ha acabado en el sepulcro. Seguramente el Cristo crucificado, muerto y sepultado sirvió de recordatorio a Dostoievski, y a su personaje Mishkin, de que la Resurrección no es una manifestación de poder y gloria, desvinculada de un Dios hecho carne. La primera persona en comprenderlo fue María, que compartió los sufrimientos de su Hijo, sin dejar de creer al mismo tiempo en la promesa de un Mesías cuyo reinado no tendrá fin (Lc 1, 33).

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