Cuando escribo estas líneas, estamos iniciando la Semana Santa de 2017. Es evidente que para muchos la Semana Santa es un período de vacaciones, de turismo y descanso. Pero también muchos procuran que la Semana Santa sea una auténtica Semana Santa, es decir, unos días de especial encuentro con Jesús y María. Y desde luego, para nosotros los sacerdotes es en muchos casos la semana de más trabajo apostólico del año. En ella celebramos los acontecimientos más importantes del Año Litúrgico: la Pasión, Muerte y, sobre todo la Resurrección de Cristo, el acontecimiento más importante de nuestra fe.
En España, como en todo el mundo, son días en que los católicos procuramos de modo especial acercarnos a los sacramentos, en especial la Penitencia y la Eucaristía. Como sacerdote me paso bastantes horas en el confesionario, y aunque no llego a las cifras de cuando voy a Medjugorje, calculo que en Semana Santa confieso el equivalente a cuatro semanas normales. Personalmente, me impacta mucho el final de la Epístola de Santiago: “Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío se salvará de la muerte y sepultará un sinfín de pecados” (5, 19-20). Decía Santa Teresa de Calcuta que debemos ser sólo un lápiz en manos de Dios, pero reconozco que me hace ilusión cuando los penitentes me dan las gracias. Claro que un favor no se da nunca en sentido único, y si ellos me agradecen la confesión, yo también recibo mucho de ellos, porque están dando sentido a mi sacerdocio.
Pero deben ser días de reflexión, meditación y oración: los Vía Crucis, las Horas Santas alcanzan estos días su más pleno sentido. Desde hace bastantes años, son días que aprovecho para centrarme en la meditación de los capítulos de la Última Cena en el evangelio de San Juan (cc. 1317), que también procuro recomendar a la gente.
Pero en España es indudable que la Semana Santa está íntimamente ligada a esa forma de religiosidad popular que son las procesiones. Pero ¿qué pensar de la religiosidad popular? La religiosidad popular es siempre expresión de la fe de un pueblo. Recuerdo que un sacerdote me contó que el día de Viernes Santo, cuando en mi ciudad tenemos la procesión más importante de la Semana Santa, mientras los pasos esperaban el inicio de la procesión vio a una niña de once años explicándole los diversos pasos a su hermanilla de unos seis. Me dijo: “Le hizo una catequesis preciosa”.
San Juan Pablo II, en el libro Cruzando el umbral de la esperanza, nos dice esto: “Hasta hace algún tiempo se hablaba de esta religiosidad en forma bastante despectiva. Pero en el contexto de la nueva evangelización es muy elocuente el actual descubrimiento de los auténticos valores de la llamada religiosidad popular”. Benedicto XVI escribía así: "La piedad popular puede derivar hacia lo irracional y quizás también quedarse en lo externo. Sin embargo, excluirla es completamente erróneo. A través de ella, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho carne y sangre. Ciertamente, la piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro, pero merece todo nuestro aprecio, y hace que nosotros mismos nos integremos plenamente en el Pueblo de Dios" (Carta a los seminaristas, 18 octubre 2010, n. 4). En cuanto al Papa Francisco, en su encuentro con las cofradías del 5 de mayo del 2013 les habló así: “Tenéis una misión específica e importante, que es mantener viva la relación entre la fe y las culturas de los pueblos a los que pertenecéis, y lo hacéis a través de la piedad popular. Cuando, por ejemplo, lleváis en procesión el crucifijo con tanta veneración y tanto amor al Señor, no hacéis únicamente un gesto externo; indicáis la centralidad del Misterio Pascual del Señor, de su Pasión, Muerte y Resurrección, que nos ha redimido”.
No puedo terminar sin desearos a todos unas Felices Pascuas de Resurrección y con ello logréis realizar ese consejo orden de San Pablo: “Estad siempre alegres” (1 Tes 5,16).