También en este momento, a través del testimonio de la Iglesia, se vuelve a proponer al corazón de cada hombre el anuncio, grande y pacificador, de la muerte y resurrección del Señor, la única posibilidad de salvación para el hombre de este tiempo, y de todos los tiempos.
El hombre es un ser incomprensible para sí mismo, como nos enseñó Juan Pablo II: su vida no tiene sentido si no encuentra a Jesucristo. Es Él quien nos revela definitivamente el rostro del Padre; en Él y a través de Él, el hombre es revelado a sí mismo y halla el sentido profundo de su existencia. De este modo, empieza a recorrer un camino, el camino bueno de la vida, la única alternativa al sendero polvoriento de la nada, como nos ha recordado en una significativa intervención el gran filósofo alemán Robert Spaemann.
Es esto lo que, con valentía indómita, creemos que tenemos que decir al hombre de hoy, a pesar de nuestra poquedad, de todos nuestros límites y todas nuestras fatigas. La vida no es inútil, no está exenta de sentido, de significado; la vida es una posibilidad nueva y definitiva de caminar cada día hacia el significado profundo de la existencia, de la que surgen diariamente puntos significativos de profundización y desarrollo.
Pero el hombre de hoy, ¿cómo se sitúa ante este anuncio?
El hombre de hoy, ante este anuncio, está terriblemente condicionado, casi destruido, por la mentalidad dominante y una antropología que ha eliminado a Dios del contexto de la vida humana, haciendo que la vida sea inhumana, incapaz de verdad, de belleza, de bien y de justicia. Jesucristo, salvador del hombre y del mundo, se encuentra hoy en día con un hombre prácticamente anulado -cito de nuevo a San Juan Pablo II- y aniquilado, pero no destruido.
Tenemos que abrir nuestro corazón. Mientras anunciamos a Cristo resucitado tenemos que abrir nuestro corazón a esta humanidad afligida, a este pueblo que es abandonado diariamente a la violencia ciega que destruye las familias, los grupos sociales, que embiste a las naciones y caracteriza de alguna manera la propia realidad del mundo. Una violencia que parece no conocer ninguna posibilidad de ser, no digo ya eliminada, sino reducida de alguna manera.
Amamos al hombre de este tiempo porque su vida nos pertenece, su valor es nuestro, su camino es nuestro, sus fatigas y dolores están inscritos profundamente en nuestra conciencia. Pero la esencia más abismal de nuestra vida no es el dolor del mundo, sino la maravillosa certeza de que Cristo, unido a nosotros, nos llama a experimentar cada día esa vida nueva que colma nuestra existencia y que nos lleva a comunicarla a todos los hombres.
La Pascua es, por consiguiente, una extraordinaria ocasión para recuperar el significado profundo de la gracia que es Cristo, de su presencia que precede cada una de nuestras realidades. Es una presencia que transforma nuestra vida en un camino bueno y positivo. Y recorriendo este camino bueno y positivo sentimos que este camino no es sólo para nosotros, sino que es también para todos nuestros hermanos.
Nunca aceptaremos la tentación, tan difundida en este momento en la vida de la Iglesia, de reducir nuestro anuncio a una mera forma de espiritualidad escondida y privada.
Nunca aceptaremos que se reduzca el cristianismo a ser el mero punto de partida de un proyecto ético y social.
Nunca aceptaremos hablar de Cristo al mundo según la medida, la comprensión y la mentalidad de este mundo.
Estamos convencidos de que la mayor tentación que encontramos a diario, y que tenemos que superar, es la de reducir el cristianismo a una sabiduría humana, a una sabiduría que se conforma al mundo, es decir, que acepta el lugar que el poder mundial asegura a quienes han aceptado vivir en el ámbito indiscutido e indiscutible de este nuevo y definitivo poder mundano.
Creemos que el futuro de la Iglesia, el futuro de la humanidad está vinculado a la experiencia de pequeñas comunidades creyentes, de pequeñas comunidades que afirman la presencia de Cristo como significado profundo de la vida. Y que ofrecen esta vida nueva a todos los hombres de nuestro tiempo en la comunicación corazón a corazón. En esto sentimos que estamos unidos, definidos por una gracia que es más grande que nosotros mismos; pero sentimos, también, que estamos llamados a la responsabilidad de la misión en la que cada hombre, y toda la Iglesia, deben reencontrar continuamente la propia identidad.
Sí, esta Pascua exige -como nos recuerda constantemente el Papa Francisco- que nos convirtamos en una Iglesia en salida, es decir, en una Iglesia que renuncia a las formas de seguridad mundanas y acepta la suprema pobreza de la fe, que es también la suprema riqueza.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).