Es de público dominio. El Lobo Feroz se encuentra a Caperucita en el bosque:

–¿Dónde vas, Caperucita?

–A lavarme el chichi en el arroyuelo.

Y el Lobo Feroz, escandalizado:

–¡Joé, lo que ha cambiado este cuento!
 
Nada que ver con la nueva versión de Caperucita y sí con el cambio. Nos viene una nueva Semana Santa. ¡Lo que han cambiado las Semanas Santas! Para la mayoría, la Semana Santa se ha convertido en unas vacaciones. Viajes, playas, montañas, ciudades…

Fuerzo la memoria hacia mi infancia. Muy pocos abandonaban Madrid. Y en Madrid y mi familia, la Semana Santa era santísima. Por las venas de mi madre corría la tradición de la sangre andaluza, Puerto de Santa María y Puente Genil. El Viernes Santo vestíamos de luto. Los seis hermanos pequeños –éramos diez–, todos varones, paseábamos por el bulevar de la calle de Velázquez. Seis chipirones, y recibíamos muchos pésames y muestras de apoyo. Prohibida la música. Las «Siete Palabras» del padre Laburu, jesuita vasco, también médico, en la radio. El padre Laburu armonizaba la mística, el dominio de la palabra, la exageración del tono y sus conocimientos de Medicina. La Pasión y Muerte de Nuestro Señor resumidas en sus palabras en la Cruz entraban en todas las sensibilidades.

–Hoy ha estado maravilloso, ¡cómo hemos llorado! –decían mis tías, unas segundas madres para nosotros.

Oficios y silencios. En TVE, el padre Urteaga y los poemas del padre Cue. Películas religiosas. Rey de Reyes, Balarrasa, Fray Escoba, Marcelino Pan y Vino… Sábado Santo también de oración y medida. Y el Domingo de Resurrección, campanas al vuelo y de nuevo la normalidad.

Madrid no es Sevilla. En Sevilla, la Semana Santa es una obra de arte místico y nazareno en movimiento. Y el Domingo de Resurrección se celebra con una corrida de toros en su plaza única, siempre con los añorados andares zambos en el paseíllo de don Francisco –Curro– Romero. Marzo o abril en Madrid es todavía invierno moribundo, y en Sevilla, primavera alzada. La Feria está muy bien, pero la Semana Santa regala el máximo esplendor sevillano. En Madrid sabíamos que Jesús había resucitado porque colgábamos en nuestros armarios las corbatas negras. Eran Semanas Santas tristes y melancólicas, sin especiales relevancias. El Lunes de Pascua, al colegio. El último trimestre. La mayor alegría.

Ahora nos movemos. También oficios y monumentos, pero con la ventaja de los paisajes no habituales. Las costas españolas triplican las presencias humanas. El interior se vacía. Cuando viajo al norte por estas fechas, me gusta seguir los caminos del románico castellano. Parece mentira que en un pueblo casi abandonado de la provincia de Burgos, o de Palencia, se levanten las torres de dos iglesias románicas sobre una aldea de apenas diez casas, de las cuales ocho no albergan ni vidas, ni voces, ni abrazos, ni regaños. El paisaje de Castilla es emocionante, y grandioso por sus horizontes y sus piedras. La sola contemplación de una iglesia románica en un pueblo perdido se convierte en meditación profunda de la Pasión. Todavía le cuesta a los árboles presumir del renuevo, y los álamos de los sotos principian a lucir un verde tímido. Los inmensos robles del Ebro superado ya lucen rotundos. Los robles de la meseta, las sabinas, aún no han vestido su desnudez sepia. En mayo cambiarán las cosas.

Aquella Semana Santa de los ayeres era más triste y más santa que la de hoy. Lo aseguraba el padre Cacho, dominico del Colegio Alameda de Osuna. «Desde que apareció el Seiscientos, los españoles empezaron a olvidarse de Dios». Tampoco es eso.

Publicado en La Razón el 6 de abril de 2017.