Hace unos días leíamos en titulares de Religión en Libertad la frase del Secretario de la Conferencia Episcopal monseñor Martínez Camino «el Estado no puede imponer una moral a todos, ni aunque fuese la católica». Coincidiendo en el tiempo, el profesor Danilo Castellano, autorizado pensador tomista, explicaba en un congreso de juristas católicos celebrado en Madrid la génesis y el fiasco de la confianza depositada en una «neutralidad» del Estado presuntamente inhibida en temas religiosos y morales. Y proponía volver a la tesis del pensamiento católico clásico que propugna un Estado subordinado a la ética. Un Estado justo no porque se rinda ante la objeción de conciencia, sino porque le pide a la conciencia, y a veces le impone, que obedezca no a su norma sino a la ley que es instrumento para la instauración del orden metafísico y ético del que el Estado es administrador y que es norma para el propio Estado.
 
Tal semblanza teorética de ese Estado justo podría perder de vista la necesidad acuciante de lidiar, aquí y ahora, lejos de la placidez especulativa, con unas realidades estatales que expresan la saña contra la naturaleza de las cosas en su momento cenital. Aunque aquella siempre tendrá el valor de lo verdadero, que orienta e inspira.
 
No es fácil que se repita ante nuestros ojos, sin embargo, un ejemplo tan ilustrativo de la distancia hoy perceptible entre el lenguaje pastoral coyuntural y el pensamiento teorético, no obstante encuadrarse ambos claramente dentro del esfuerzo conjunto del cristianismo. La frase del Secretario episcopal, obviamente, no hay que entenderla desde el «deber ser» de las obligaciones estatales, sino desde la salvaguardia de los espacios de la conciencia hoy asediados. La vorágine mediática provoca en ocasiones este tipo de sentencias que sirven para descolocar las etiquetas…Quien conozca lo suficiente el pensamiento de monseñor Martínez Camino - que en algún terreno orienta al conjunto de nuestro episcopado - sabrá que su especialidad ha sido precisamente buscar fórmulas para la coexistencia entre una Iglesia atenta al orden moral y un sistema terco en «el relativismo»[1]. Un ejercicio tan difícil que ha requerido frecuentemente grandes recursos retóricos... Aunque no creo que pueda desconocerse, ni por el mismo monseñor, que resulta un empeño cada día más complicado debido a la continua progresión del Estado en el positivismo radical. Si se intentase leer dicha obcecación del Estado en clave escatológica, todos nos ahorraríamos ilusiones destinadas al más triste final. Con esa perspectiva sería posible entender que no le falta razón a Danilo Castellano cuando interpreta la objeción de conciencia como una «fuga hacia delante» forzada por el desvanecimiento de otras esperanzas puestas en cálculos sociológicos.
 
Por su parte, el profesor Castellano es demasiado realista - en el sentido metafísico del término - como para no comprender unas fintas que le han permitido a la Iglesia, hasta ahora, mantener el tipo en la esfera sacra, toreando lo político con la muleta de las hipótesis. La lejanía respecto a lo teorético no se ha convertido en fisura porque las hipótesis siguen siendo hipótesis: Y mientras no se vuelvan tesis sin fundamento doctrinal a fuerza de repetirse. Esa luz roja está encendida, no obstante, porque hay demasiada gente piadosa a la que le cuesta afrontar la realidad de fondo: Que el Evangelio es incompatible con el sistema que instruye en la práctica la afirmación criminal de autosuficiencia humana e inmanente. Una realidad inexorable que ya se ha llevado por delante los programas ingenuos de varias generaciones. Hoy, ese carácter inexorable se impone ya, directamente, como vocación al vacío. Porque contra la realidad de las cosas solo se cosecha la nada frutícola. Si bien es cierto que ésta realidad resulta más ingrata de escuchar que las seguridades relajantes de algunos santones del democratismo «católico».
 
Las recriminaciones de alcance histórico a la Iglesia suelen provenir más bien de sectores influidos de una u otra forma por el pensamiento moderno, bien de «hermanos separados» que añoran una rotundidad doctrinal que antes miraban de reojo, o bien de nuevos existencialistas que, como antaño Kierkegaard, «reprochan a la cristiandad establecida las tretas de sus falsas perspectivas de bienestar terrenal que la han reconciliado con el mundo» [2]. Por el contrario, el tomismo profundo de Danilo Castellano le condujo hace tiempo a la participación en el drama del hombre moderno desde la más rigurosa objetividad de los fundamentos metafísicos del orden moral: Porque, de hecho, la peripecia de la Iglesia actual, cuyo reto sigue siendo aplicar el verdadero Concilio Vaticano II, únicamente puede ser comprendida desde la comunión con el pensamiento verdadero de santo Tomás.
 
La distancia entre lo pastoral y lo teorético no es pues fisura, ¡qué tragedia si lo fuese!, porque todavía podría reducirse con esa habilidad eclesiástica que nunca pierde de vista la coherencia de todo el corpus doctrinal del Magisterio en su conjunto (Benedicto XVI: CiV, 12). Lo teorético nunca ha marchado muy lejos del magisterio tradicional. Aquel «deber ser» del Estado que la prudencia no permite esgrimir en determinados frentes de polémica, puede y debe ser recordado pues, con la mayor urgencia, en otros espacios. Especialmente en aquellos foros donde se supone que se preparan las vocaciones a transformar la vida pública. Indica el Vaticano II que «toca a los pastores el manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales (A.A.7) Es lo que ha hecho el cardenal Rouco al apuntar para los celinos, en el último mitin de Rímini y para los propagandistas más recientemente, el problema nuclear de la concepción moderna de soberanía… Sin que nadie sensato se rasgase las vestiduras. Las grandes tesis del magisterio social siguen vigentes. Un poco empolvadas las relativas a los deberes del Estado, pero plenamente actuales. Veamos: «La realeza de Cristo exige que todo el Estado se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos en la labor legislativa, en la administración de justicia y finalmente en la formación de las almas juveniles en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres…» (Quas Primas, 20).

No se trata de que el Estado «imponga» nada, sino de que se ajuste a una norma superior. Y resulta llamativo que la realeza de Cristo exija - porque es el propio Rey del Universo quien lo exige - específicamente del Estado respetar esa norma superior en la formación de las almas juveniles en la doctrina sana y en la rectitud de costumbres: Las lecciones demoníacas de corrupción son pues la agresión más frontal imaginable contra la realeza de Cristo.
 
Por eso, quien imagine, desde cualquier posición, que esta enseñanza «ha sido desechada» después del Concilio Vaticano II, debiera preguntarse si no ha hecho una lectura apresurada o incompleta de los documentos conciliares.
   


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