Hace solo unos meses le entrevisté para ReL en torno a su último libro, Ensayos de Estética, un título paradigmático entre los suyos porque aunaba sus saberes sobre arte con su sapiencia teológica. Mario Soria era persona de una cultura vastísima que abarcaba todas las disciplinas humanísticas, estructuradas de forma natural en torno a Dios, no a modo de presupuesto teórico, sino como dato de la realidad, que es lo que corresponde cuando la fe es auténtica.
Nacido en Oruro (Bolivia) en 1936, tenía la nacionalidad española y llevaba décadas entre nosotros, desempeñando durante una larga época de su vida tareas de editor en la Editora Nacional y en la benemérita colección Doncel. Escribió numerosos artículos en revistas como Verbo, Razón Española o Hespérides.
Hace muchos años me deslumbró la lectura de su librito La información, publicado por la Editorial Speiro, un análisis de la naturaleza y alcance del acto informativo y de sus posibilidades de manipulación. No he leído nunca nada mejor al respecto. Quise conocer al autor y nos encontramos en un Congreso de Amigos de la Ciudad Católica en Sevilla, donde me lo dedicó amablemente.
Así empezamos una buena amistad. Mario era un hombre educado, sensible, con un humor fino y culto cargado de ironía y un mal genio que, en lo que atañe a las ideas, solía activarse de preferencia al considerar la política exterior norteamericana.
Tuve el honor de publicar en Criterio Libros su ensayo-biografía sobre René de Chateaubriand (17681848): Chateaubriand o un espíritu incorrecto, un soberbio análisis sobre la importancia del político, diplomático y escritor francés, quien mejor encarna la crítica romántica contrarrevolucionaria al iluminismo racionalista de la Revolución. Un católico de una pieza, que, como relataba Mario con indisimulada admiración, rompió todas las leyes de la diplomacia para aconsejar al Papa contra Napoleón, a quien representó fugazmente como embajador ante la Santa Sede.
Mario Soria se conocía al dedillo los siglos XVII y XVIII franceses. Habría disfrutado alternando con Luis XV, Luis XVI o Luis XVIII, o en los salones de Madame Pompadour o de Madame de Staël, gozando con las frivolidades e intrigas de la Corte en sus diversas épocas no menos que con su ebullición política. Y a la salida de alguna de aquellas reuniones habría empalmado con tal o cual debate entre teólogos dieciochescos sobre los mil matices del vínculo entre la libertad, la gracia o la predestinación, sobre el Papado y el galicanismo, sobre las apoyaturas doctrinales para el laxismo moral o para las exigencias jansenistas. Su obra Jesuitas y regalismo es una monografía exhaustiva sobre el tema, analizando autor por autor y obra por obra las posiciones respectivas, evidenciando que no había tanta unidad en las escuelas como se presume.
Tanto en Sentimiento y apologética como en sus escritos sobre Anna Catalina Emmerich o el barroco estudió, en la línea de sus páginas sobre Chateaubriand, la apelación a las emociones característica de la apologética romántica, con sus hermosos golpes de efecto pero también con sus limitaciones argumentales.
Mario Soria, un ecléctico dentro del edificio de la filosofía cristiana, se definía más como agustiniano que como tomista, aunque tenía perfectamente integrada la Summa en su platonismo. Conocía el idealismo alemán al completo en su idioma original, de Kant a Hegel, lo cual le daba una mejor perspectiva sobre la influencia de esa corriente, para lo bueno (si lo tiene) y para lo malo.
Algo recuerdo de ello en una extraordinaria conferencia suya sobre el sacerdote, metafísico y canonista Ángel Amor Ruibal (18691930), entre cuyas abstrusas líneas se movía como pez en el agua. O, por citar otro ejemplo: aunque era un gran admirador de Joseph Ratzinger, en uno de sus manuscritos que quedan (creo) sin editar incluye algunas interesantes matizaciones metafísicas a la encíclica Deus est caritas de Benedicto XVI.
La obra de Mario Soria consta de valiosas investigaciones de gran erudición, desgraciadamente publicadas en ámbitos restringidos y ajenos al entorno académico donde habrían encontrado su natural resonancia. Más divulgativos fueron su citada (y que de nuevo alabo) La información o sus originales Cuestiones disputadas del catolicismo contemporáneo. Ojalá póstumamente consiga toda su extensa obra el alcance que merece.
Querido Mario, escribo teniendo sobre la mesa la Vida de Rancé, del Vizconde de Chateaubriand, libro que tú tanto ensalzaste en su biografía. Lo compré -¡casualidades de la vida!- un par de días antes de tu accidente, en un quiosco, en la edición de la Colección Austral. Una ganga de 1 euro que me hizo feliz. Pensé en ti, en leerla pronto y comentarla en esa comida que posponíamos (mea maxima culpa) desde hacía meses. Ojalá te hubiese llamado entonces para concertarla, pues habíamos quedado en que la pelota de nuestra próxima cita estaba en mi tejado. Ya ves qué mal lo he hecho. Lo cual confieso públicamente y avergonzado para expiar la deuda, siguiendo aquello que siempre decías de que "cuentas claras, amistades largas".
Ignoro si tus cuentas con Dios eran muchas o pocas, pero seguro que ya se han aclarado, así que te espera una amistad no larga, sino eterna. Que la disfrutes.