Escribía recientemente Santiago Alba Rico: «Si uno no puede sentirse bueno amando, busca sentirse bueno odiando. Odiamos, en todo caso, por las mismas razones que amamos: para sentirnos mejores; para purificar nuestra alma; para probar las delicias de la bondad supina». Sospecho que esta era la razón última que animaba a ese tuitero llamado Cassandra a escribir gracietas macabras.
 
Que entre tales gracietas se acepte ingenuamente el burdo “relato oficial” que se conforma con atribuir toda la responsabilidad del asesinato de Carrero Blanco a los etarras ya nos dice mucho sobre la mente que escribió esas gracietas. Una mente seráfica que sólo anhela purificar su alma y sentirse buena; o sea, irreprochablemente democrática. ¿Acaso existe en España otro medio más rápido e infalible de ganarse una medallita que pegar lanzada a franquista muerto? ¿No es acaso lo que hacen nuestros escritores y cineastas de cabecera, nuestros politiquillos de izquierdas y derechas, nuestros sexadores de cunetas? A imitación de otros demócratas como la copa de un pino que fumigan callejeros o quieren sacar de la tumba los esqueletos de los ministros de Franco para juzgarlos y meterlos en la cárcel, Cassandra escribió en Twitter gracietas macabras sobre Carrero Blanco. Lo hizo para hacerse querer, para alcanzar la bondad supina de los demócratas. Y, para que no quedase duda alguna de sus intenciones, incorporó a sus gracietas el “relato oficial” sobre el asesinato de Carrero Blanco, que sólo se lo creen los monaguillos más cándidos del oficialismo rampante.
 
Condenar a un año de cárcel a alguien que escribe gracietas macabras no es sólo una desmesura, sino también una ridiculez. Cassandra, en el fondo, sólo quería sentirse mejor alanceando un franquista muerto, para imitar el democratismo fetén. De hecho, los tuits dedicados a Carrero Blanco no eran más abyectos que otros muchos que escribió, dirigidos contra personas vivas, a quienes también deseaba la muerte. Escribía Alba Rico que las redes sociales, donde el odio ha encontrado un “vivero fecundísimo”, son “masculinas” en el peor sentido imaginable del término; y, al menos en esto, Cassandra se ha comportado como un machote tremendo, por mucho rollo penevulvar que quiera poner en su vida. Pues, en efecto, sólo un machote tremendo (por bruto y por estar en un estadio previo a la civilización) se burla de la muerte del prójimo, o fantasea con ella. El más íntimo núcleo de la civilización es el respeto a los muertos. Todo muerto, aunque fuese el más vil de los hombres, merece nuestro respeto y compasión, pues nos recuerda que somos frágiles y mortales. Y cuando fantaseamos con la muerte de alguien, aunque sea el más vil de todos los hombres, estamos dejando de ser humanos. Porque, para desear algo para otro, antes tenemos que sentirlo como algo que vive dentro de nosotros, como una flor cultivada en nuestro jardín interior. Sólo quien ha sido invadido por la desesperación puede albergar dentro de sí un deseo de muerte; sólo quien ha dejado de ser humano puede cultivar flores tan pútridas en su jardín.
 
Por supuesto, cualquier persona sana puede en alguna ocasión –por padecer una enajenación transitoria o atravesar circunstancias difíciles– descarriarse y dejarse invadir por deseos aciagos de muerte que anulan nuestra humanidad y nos convierten en alimañas. Pero una sociedad sana se preocupa de reprobar esos deseos, para encarrilar a quien los padece. Sólo una sociedad envilecida y des-civilizada aplaude y ensalza el  deseo aciago de muerte; sólo una época que busca sentirse buena odiando puede erigir a quien cobija deseos de muerte en modelo heroico y protomártir de la libertad.

Publicado en ABC el 1 de abril de 2017.