Hoy celebramos el Día de San Jorge y, con la total seguridad que nos otorgan las fuentes históricas, sabemos que el susodicho fue un oficial romano que, ¡atención!, jamás se enfrentó a un dragón. ¡Cómo cambia el cuento!
Sin embargo, sí que podemos alcanzar la certeza del origen de un relato con esa bestia mitológica identificada como Satanás o el demonio con cualquiera de sus múltiples disfraces; esos que, si cabe, hoy día nos obligan a redoblar esfuerzos para no bajar la guardia ante la excesiva ofensiva de sus continuas y perversas tentaciones.
Así, si echamos un vistazo a referentes literarios del mundo anglosajón, me vienen a la cabeza C.S. Lewis y G.K. Chesterton. De imaginación, al igual que J.R.R. Tolkien, ambos demostraron ir sobrados en el manejo de los fairy tales y las fairies dentro de esos universos de literatura fantástica en los que se embarcaron y, además, destacaron.
Lewis, por ejemplo, escribió que "como los niños se encontrarán con crueles enemigos en su vida, deberíamos permitirles que al menos escuchen historias de valientes caballeros y heroicas gestas". Recordando el rotundo y perpetuo éxito de Las Crónicas de Narnia, es evidente que, en lo referente al conocimiento e intuición sobre los gustos infantiles en el relato, Lewis conocía el terreno que pisaba y sabía qué pócima usar para su bienintencionado y balsámico propósito. Ahora bien, para evitar la estigmatización o futuras represalias, el lector tendrá que tener cuidado a la hora de elegir su exclusivo héroe ante la persistente hostilidad y masiva proliferación de esos villanos que, henchidos por ingredientes del Mal, tan arriba se han venido en sus particularísimos criterios de elección. Honestamente, es digno de elogio –o de odio– su gatillo fácil para encasillar al que no comulga con sus tropelías.
Por otro lado, el bueno de Chesterton afirmaba que "todo niño ha conocido al dragón de manera íntima desde que tuvo uso de razón. Así, lo que el cuento de hadas le ofrece es un San Jorge que mate al dragón". Por instinto de supervivencia, a su aseveración no le falta ese sentido común que, desaparecido en nuestros días, camina errante en busca de salvadores benefactores, un santo o cualquier fuerza sobrenatural que se encargue de dar muerte a todos esos dragones –a pesar de insulsas y contradictorias leyes de protección animal– que perturban y destruyen nuestras vidas.
La historia de San Jorge nos traslada a no cejar en nuestro empeño a la hora de combatir el Mal con todas las armas y munición a nuestro alcance. Somos nosotros mismos los que hemos de convertirnos en aquel soldado romano, en el temible guerrero que, con la ayuda de Dios, encuentre el camino de la victoria haciendo uso de algunas de las indestructibles virtudes de San Jorge: valentía, compasión y perseverancia.
Si, finalmente, logramos hacer acopio de una buena dosis de cada una de ellas, no habrá demonio –a pesar de la infinitud de los que se postulan para ello en nuestro diabólico presente– que pueda interponerse en el camino hacia el Bien, principal conquista a la que hemos de aspirar y a la que, como hijos de Dios, estamos llamados a pesar de las turbulencias de un errático mundo ajeno a valores y virtudes que, en el pasado, conformaron una cierta estabilidad en la configuración de principios ahora ausentes en nuestra pervertida realidad.
San Jorge fue valiente a pesar de sus temores, se sobrepuso a la dificultad y supo plantar cara al dragón cuando atemorizaba y asediaba la High City, una ciudad que simbolizaba el Cielo al que el bravo soldado aspiraba después de su particular combate contra la representación del Mal, como el ermitaño le había anticipado.
Por otro lado, el soldado también fue compasivo, caritativo y solidario. Su vida no estaba en peligro, sino la de los habitantes de una atemorizada población. Por voluntad propia, hizo caso a esa llamada interna de Dios para la batalla contra el dragón. Su misión era defender a gente que no conocía y, a pesar de la recompensa del rey, San Jorge no tuvo reparo en repartir su premio a lo Robin Hood con los más desfavorecidos, dando muestras de nobleza y generosidad. Indudablemente, ese puntual ejemplo es el espejo en el que debemos mirarnos a la hora de realizar las obras de nuestras propias vidas.
Por último, la perseverancia fue la clave del éxito en la exigente lucha con el dragón. La derrota no consiste en caer abatido, sino en no intentar levantarse y rendirse antes de tiempo. El héroe cayó varias veces ante la fuerza del oponente, de un poderoso rival que, con todas las opciones a su favor, no pudo ni supo rematar al David de turno debido al tesón, firmeza, constancia y fe en la victoria final del pequeño paladín.
La actualidad no deja de otorgarnos dragones, estamos rodeados de ellos, nos acosan como nunca, pero hemos de sacar lo mejor que llevamos dentro para hacerles frente, plantarles cara y, a pesar de la astucia y poder de sus malas artes, buscar el camino hacia esa "ciudad elevada" cueste lo que cueste. Allí y entonces, logrado nuestro objetivo, llegaremos a tiempo para escuchar las palabras de San Pablo a Timoteo: "He peleado la buena batalla, he terminado la carrera y me he mantenido en la fe" (2 Tim 4, 7).
Entonces, exhaustos por la exigente contienda, el eco de ese testimonio relajará nuestra conciencia, aliviará nuestro pesar y sanará las heridas del enfrentamiento con nuestros dragones.