Resulta conmovedor el relato de la resurrección de Lázaro, porque vemos a Jesús que llora ante la tumba de su amigo muerto, y los que estaban mirándolo concluyeron: “¡Cómo lo quería!”. Jesús sabe que lo va a resucitar, devolviéndolo a la vida, e incluso ha declarado: “Lázaro ha muerto; vamos a despertarlo”. Sin embargo, se le ve conmovido hasta las lágrimas cuando llega al sepulcro y constata que está cadáver y ya huele mal, porque llevaba muerto cuatro días.
A nosotros muchas veces nos brotan espontáneas las lágrimas de la emoción o la pena, y nos parece una debilidad humana impropia de personas fuertes. Este gesto de Jesús nos lo hace muy cercano, porque al hacerse hombre ha asumido todas nuestras debilidades sin pecado, también las lágrimas por un amigo que ha muerto. Y nos consuela ver a Jesús llorar por un amigo, verle conmovido.
En el quinto domingo de cuaresma, camino de la Pascua, Jesús nos anuncia la vida. El próximo domingo ya lo veremos entrando en Jerusalén, montado en la borriquita. Hoy asistimos con él a la resurrección de su amigo Lázaro muerto, al que Jesús resucita devolviéndole la vida terrena, como un signo de la vida eterna que ha venido a traernos a todos.
¿Quién es éste que tiene poder para resucitar a los muertos? Nadie ha hecho cosa semejante a lo largo de la historia. En el evangelio se nos relatan tres milagros en los que Jesús devuelve la vida: la hija de Jairo (Mt 9,18-26), el hijo de la viuda de Naím (Lc 7,1117) y la resurrección de Lázaro (Jn 11,38-44). Al realizar este tercero, proclama: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.
He aquí la clave del mensaje de este domingo: Jesús es la Vida, tiene la vida que el Padre le ha comunicado y tiene la capacidad de darla a quien la haya perdido. Sobre todo, tiene la capacidad de darnos su propia vida, la vida sobrenatural del Espíritu Santo en nuestras almas, por medio de los sacramentos que nos vivifican y por medio de su Palabra, que da vida. El bautismo es el sacramento por el que nacemos a la vida de Dios en nosotros. La Eucaristía es el sacramento que alimenta en nosotros esa vida de Dios. El sacramento de la penitencia vigoriza nuestra alma mortecina por el pecado, y si hemos perdido la gracia de Dios, nos la devuelve acrecentada.
Nuestra preparación para la Pascua no es sólo prepararnos para una fiesta. En la Pascua vamos pasando de la muerte a la vida, al hacernos Jesús partícipes de su misma vida. Una buena confesión, bien preparada por un buen examen de conciencia, que nos acerque avergonzados y arrepentidos al sacramento del perdón será la mejor preparación para la Pascua. ¿Quién podrá restaurar nuestro corazón en tantas heridas que nos hacen sufrir? ¿Quién podrá curar nuestro egoísmo, que destruye nuestra persona? Sólo Jesús tiene palabras de vida eterna. Sólo él tiene vida para dar y repartir sin medida. Jesús no sólo nos propone un camino, un método, unas pautas de comportamiento. Jesús nos da su misma vida y es capaz de dárnosla incluso si tiene que resucitarnos, como ha hecho con su amigo Lázaro.
Deseemos vivamente las fiestas de Pascua, en las cuales nuestra vida cristiana se renueva y se fortalece. Reavivemos en nosotros el bautismo que nos ha dado la vida de Dios, ya no la de Lázaro. Una vida que no acabará nunca y que llegará a su plenitud más allá de la muerte. Mediante la oración, el ayuno y la limosna preparemos nuestro corazón para recibir el gran don del Espíritu Santo, que vendrá desbordante en Pentecostés.