Se celebra el sexagésimo aniversario del Tratado de Roma, entre el fervorín de las oligarquías y el aplastante desapego del común de los europeos, que siguen guardando, entre los añicos de su alma arrasada por el napalm de la propaganda, cierta nostalgia de una vida menos sórdida y envilecida por el materialismo. Hay que reconocer, sin embargo que esta Unión Europea de nuestras entretelas ha logrado hacer inoperante esa nostalgia, confirmando el diagnóstico de Enzensberger, quien escribió que los abusos de la Unión Europea «no conducen a la sublevación, sino más bien a la indiferencia, al cinismo, al desprecio por la clase política y a la depresión colectiva». Que son las tristes reacciones propias de los pueblos sometidos y humillados.
 
Para salir de la depresión colectiva conviene releer Europa y la fe, de Hilaire Belloc. La obra desarrolla, con esa mirada de águila que siempre distinguió al hermano gruñón de Chesterton, una verdad histórica irrefutable: que la civilización europea no es otra cosa sino una institución política creada por Roma a la que dio entidad y sustancia espirituales el cristianismo, al convertirse en religión del Imperio. Tales fueron esa entidad y sustancia -prosigue Belloc- que, cuando el Imperio alcanzó su decrepitud, en lugar de disolverse (como ocurrió con Asiria o Egipto) o caer en una estéril monotonía (como ocurre con el Islam), resucitó algunos siglos más tarde para vivir una segunda primavera de cuatro siglos: es la primavera de las Cruzadas y la Reconquista, de las codificaciones y las catedrales góticas, de la división de la propiedad y de los gremios, de Santo Tomás de Aquino y San Francisco de Asís. En palabras de Belloc, «una civilización que fue indudablemente la más elevada y la mejor que hayamos conocido».
 
Justo cuando esta civilización estaba dando muestras de desfondamiento surgió una rebelión disfrazada de movimiento religioso purista, la llamada Reforma, que Belloc define como «la reacción de los lugares bárbaros, mal instruidos y aislados, extraños a la antigua y profundamente arraigada civilización romana, contra las influencias de esta última». Esta protesta contra la civilización romana desataría las fuerzas desembridadas del Dinero, que no tardarían en dominar a los reyes y en  extender entre los pueblos una «anarquía moral» (primero envuelta en los ropajes del puritanismo, después impulsora del libertinaje, pues puritanismo y libertinaje son anverso y reverso de una misma moneda) que disolvería sus reservas espirituales. 
 
Estas palabras que Belloc atribuye a la llamada Reforma le vienen pintiparadas a esta Unión Europea de nuestras entretelas, que lejos de ser «principio político cohesivo» (como lo fue, en su día, el cristianismo), es la máquina espantable que los lugares bárbaros emplean para sojuzgar y aplastar moralmente a los “pueblos del Sur”, hogaño convertidos en un sopicaldo de gentes olvidadas de su fe, su historia y sus tradiciones. Si la Reforma cortó en dos el continente, expulsando de una de las partes escindidas la civilización romana, la Unión Europea firma el acta de defunción de esa civilización, a la que se permite escupir a la cara, celebrando sus efemérides en Roma. Y, a la vez, escarnece a los pueblos que aún guardan en el alma un rescoldo de alegría, diciendo que «se gastan el dinero en licor y mujeres y después de dedican a pedir ayuda». Afirmaba Chesterton que el cristiano bebe para recordar que está alegre, mientras que el pagano bebe para olvidar que está triste. Para celebrar este sexagésimo aniversario del Tratado de Roma hace falta beber al estilo pagano. Pues sólo así podremos olvidar nuestra tristeza de pueblos sometidos y humillados.

Publicado en ABC el 27 de marzo de 2017.