Nada nuevo. Ya San Pablo tuvo que lidiar con ello en Corinto: “Porque cuando dicen: 'Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Pedro, yo soy de Cristo' están manteniendo criterios puramente humanos. A fin de cuentas, ¿qué es Apolo?, ¿qué es Pablo? Simplemente servidores, por medio de los cuales ustedes han llegado a la fe. Cada uno de nosotros hizo el trabajo que el Señor le señaló: yo sembré y Apolo regó, pero Dios es quien hizo crecer lo sembrado. De manera que ni el que siembra ni el que riega son nada, sino que Dios lo es todo” (1 Cor 3, 4-7).
Para poder vivir humanamente su relación con Dios, el hombre necesita lo que siempre se han llamado “mediaciones”: templos, ritos, instituciones… Las mediaciones son medios, aunque siempre acecha el peligro de que se conviertan en fines. Al hablar de “instituciones” me refiero a movimientos eclesiales de todo tipo. Ninguna de ellas ni su conjunto son absolutas. Están al servicio del hombre y de su relación con el Misterio de Dios y sólo valen en la medida en que sirven a Jesucristo.
El punto de partida está claro: reconocer el don del Espíritu antes de alertar de los peligros. Estas instituciones y movimientos son portadores de nuevos carismas inspirados por el Espíritu Santo y tienen un potencial evangelizador del que hoy la Iglesia tiene mucha necesidad. La pluralidad de espiritualidades con que se vive la fe enriquece la vida de la Iglesia.
También asumo como punto de partida que la identidad, como la memoria, tiene mucho de colectivo; más aún en una sociedad globalizada como la que nos toca vivir, que de aldea no tiene más que el nombre y de tan global es fácil perderse y desaparecer en ella. En esta situación, se entiende que uno quiera preservar su identidad y que lo haga con frecuencia mediante la pertenencia a un grupo, la identificación con una determinada corriente espiritual, etc.
Sin embargo, con cierta frecuencia sucede que las personas ponen a las instituciones y grupos en el centro de su vida religiosa como algo absoluto e intocable. Cuando el fin se difumina, la institución cambia de carácter y se desvirtúa, alzándose como referencia suprema.
Sucede entonces que el apostolado evangélico pasa a ser proselitismo o “táctica”. Se olvida la forma de llamar de Cristo: Él llama a quien quiere, cuando quiere y como quiere. No se confía el “marketing de las cosas de Dios al Espíritu Santo”, que es el único que puede tocar los corazones, sino que se hace una discreta pero celosa actividad de propaganda de la propia institución.
“Ningún camino se basta por sí mismo. Ningún impulso espiritual es la respuesta única a la Iglesia de cierto momento. A fin de luchar vigorosamente contra esta tentación, Juan Pablo II insiste en una colaboración, que se lleva a cabo cada vez más entre todas las comunidades. Así, los carismas de los diferentes movimientos se completan y abren al conjunto de la Iglesia... Una de las exigencias que se imponen para una buena cooperación con las diócesis y las parroquias es que estos movimientos de espiritualidad sepan ser comunidades en el seno de esa gran comunidad de la Iglesia y que no se singularicen viviendo “su propia vida” por separado” (cardenal Christopher Schönborn, Los hombres, la iglesia y la comunidad política).
Solamente de la Iglesia dijo Jesús: “Sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18). El resto de instituciones y movimientos, muchas veces ligados a épocas históricas concretas, desaparecerán cuando el Espíritu Santo disponga.
Y si no debemos absolutizar instituciones, tampoco debemos mitificar a las personas, por muy santas y sabias que nos parezcan. Uno solo es nuestro Maestro y nuestro Señor. Sólo Cristo merece nuestra adhesión incondicional.