Un claro objetivo de la ideología de género es destruir el matrimonio y la familia, a pesar de que son el lugar ideal para el nacimiento y educación de los niños, el ámbito donde mejor florecen la libertad y responsabilidad, el lugar ideal para morir, rodeado del cariño de los tuyos. Además su índole totalitaria hace que pretendan hacer ilegal cualquier opinión contraria a la suya, tildándola siempre como fobia a algo e incitación al odio. Incluso el preguntar si un niño se encuentra mejor en una familia formada por sus padres biológicos casados o en una compuesta por padres divorciados y recasados o en una familia de hombre y mujer mejor que en una formada por padres del mismo sexo, son preguntas intolerables, reaccionarias y homófobas.
Están consiguiendo con sus leyes, en las que impera el relativismo antifamiliar, que el porcentaje de familias con hijos descienda, mientras aumenta el número de padres o madres que educan solos a sus hijos y el porcentaje de parejas no casadas.
La aberración es de tal calibre que, cuando tuve que explicar a un compañero de bachillerato lo que era la ideología de género, se lo dije de este modo: “Para la ideología de género, tú puedes acostarte con cualquiera, menos con tu esposa”. De hecho el matrimonio ya no es el acto por el que un hombre y una mujer fundan una familia destinada a acoger a los hijos, sino que es, como mucho, el reconocimiento social de que dos personas, incluso del mismo sexo, desean compartir sus vidas y manifestarse cierta solidaridad.
Y es que en la ideología de género la lucha de clases propia del marxismo pasa a ser la lucha de sexos, donde el hombre es el explotador y la mujer la víctima explotada. Y si encima se sustituye el derecho del niño a tener una padre y una madre, por el del adulto a tener un hijo, y si además se piensa que la figura de la madre es algo negativo, y hay que liberar a la mujer de esos lazos, que para nosotros son evidentemente lazos de amor, por el lesbianismo, la anticoncepción y el aborto, tenemos que también los hijos quedan desprotegidos porque como mínimo se les priva de la ayuda de uno de los padres.
En cambio la vida cristiana matrimonial se basa en una relación de amor, que supera la simple amistad, entre un varón y una mujer, integrando en el amor conyugal la afectividad y la sexualidad y sabiendo vivir estos valores desde la fe y la fidelidad al evangelio. “Todos los esposos están llamados a la santidad en el matrimonio” (Familiaris Consortio 34). El matrimonio es gracia, don de salvación, vocación a la santidad, del que Dios se sirve para realizar su obra.
De este carácter sobrenatural se deducen consecuencias muy importantes para la vida humana y en especial la matrimonial: una es que si nos separamos de Dios, nos estamos separando de lo que da sentido a nuestra vida: el amor; otra es la incompatibilidad absoluta entre amor y pecado, es decir, jamás el amor verdadero podrá expresarse a través del pecado; otra es que somos hijos de Dios por adopción (Gál 4,4-7; Rom 8,1417; Ef 1,6), participantes de la naturaleza divina (2 P 1,4) y santificados por el Espíritu Santo (1 P 1,2).
El matrimonio cristiano, en particular, exige una reflexión y una madurez considerables antes de que uno se comprometa en él. No se trata solamente de casarse “en la Iglesia”, con un rito que permite fotos y recuerdos bonitos, sino un casarse “en el Señor” (cf. 1 Cor 7,39). Muchas de sus dificultades proceden de la ligereza de su preparación, con la desproporción entre la petición del sacramento y la motivación espiritual a menudo muy pobre que la inspira, mientras que las convenciones sociales y la presión de las familias tienen con frecuencia más importancia que la reflexión a la luz de la fe.
Y es que el casarse por la Iglesia no es suficiente garantía del éxito del matrimonio. Dios quiere ayudarnos, pero tenemos que dejarle ayudarnos. La oración en familia es expresión de fe y ayuda a la unión familiar, habiendo un refrán que dice: “Familia que reza unida permanece unida”. Hay que vivir una vida espiritual intensa en fidelidad a la gracia recibida, la cual, bien aprovechada, puede conducir a la pareja a un alto grado de santidad y de realización personal, llenando su vida de estabilidad emocional, sentido y felicidad.
El amor es un don de Dios, pero un don que hay que cultivar, porque si no nos preocupamos de desarrollarlo, termina por extinguirse. Por ello, si después de la ceremonia religiosa, se abandona totalmente la vida cristiana, si no se reza nunca, ni individualmente ni en pareja, si no se reciben jamás los sacramentos del perdón ni de la comunión, si no se intenta vivir cristianamente la tarea de esposos y padres, está claro nuestro alejamiento de Dios y que la gracia del sacramento del matrimonio permanecerá estéril por nuestra culpa.
Es necesario por ello que se haga de la fidelidad el principio inspirador de la vida conyugal, y que el amor cristiano no esté falto de realismo, puesto que los esposos no han entrado ni mucho menos en el paraíso y todo matrimonio corre el riesgo de verse lejos del ideal trazado por Cristo y su Iglesia, envueltos como Adán y Eva en la discordia (Gén 3,1217), sin olvidar que la convivencia tan íntima que exige la vida matrimonial nunca es fácil, por lo que hay que saber perdonar y reconciliarse. Seamos conscientes de nuestra debilidad y de que nuestra fuerza no está en nosotros, sino que dependemos de la gracia de Dios, aunque Dios está dispuesto a echarnos una mano, si se lo pedimos.