Desde pequeños aprendemos a decir “sí” y a decir “no”. Supone todo un aprendizaje complejo, porque no son solamente un par de palabras más que incluimos en nuestro pobre vocabulario según vamos aprendiendo a hablar, sino que tras estos dos adverbios de afirmación o de negación en castellano hay una postura por la que ponemos en juego nuestra libertad. Decimos “sí” para afirmar, reafirmar, aceptar, indicar nuestra presencia. Decimos “no” justo para todo lo contrario: negar, renegar, rechazar, desinhibirnos. Así de rico es el lenguaje con sus gamas de matices.
Nuestra vida está tejida y bordada por el empleo de estos dos adverbios. Y bien se podría contar un buen relato biográfico personal, al hilo de lo que hemos afirmado con nuestros síes, o lo que hemos negado pronunciando nuestros noes. Es aquí donde se dibuja en el fondo quien es cada uno: a qué o a quién hemos dado nuestra adhesión hasta el abrazo, y a qué o a quién hemos dado nuestro rechazo hasta la exclusión. Porque somos una narración viva de lo que nuestra libertad ha decidido detrás de cada sí y de cada no.
Nuestras opciones políticas, nuestros afectos y amores, nuestras creencias espirituales, nuestras aficiones culturales y deportivas… todo tiene en su punto de partida y en su mismo itinerario el sí o el no de nuestra libertad que así decide quienes somos, con quien lo somos, para qué, dónde y cuándo.
La Biblia relata el “no” original, en esa escena literariamente oriental y arcaica, en la que una mujer rechazó junto a su compañero al que había venido a ayudar, el proyecto que Dios mismo había escrito para ambos. Aquel “no”, como todos los noes humanos, tuvo consecuencias: de pronto Dios se hizo rival, el prójimo se hizo extraño y la misma vida se tornó esquiva teniéndola que trabajar con sudor o con dolor parirla. Así describe el Génesis aquel “no” de la pareja inicial, Eva y Adán.
Pero hubo otro momento en el que se volvió a plantear el dilema ante una propuesta que tenía por escribano al mismo Dios. En este caso, la respuesta que pronunció otra mujer fue afirmativa. “Sí” dijo María, aquella joven doncella casamentera del pueblecito de Nazareth. El sí no se lo dio a José, su prometido, sino nada menos que a Dios para llegar a ser según Él le propuso, la madre del Hijo de Dios, el Mesías esperado en Israel. María respondió al mensajero, el arcángel San Gabriel: “Hágase en mí como tu palabra me ha dicho”. Y aquella palabra divina se hizo ternura de mujer, concibiendo en sus entrañas puras por el favor milagroso de su Creador. “Hágase”, es también el sí del mismo Dios cuando hizo todas las cosas. Por María las cosas pudieron volver a nacer. Porque es lo que Jesús, que de ella nació por obra del Espíritu Santo, nos regala: un modo nuevo de ver la vida, de abrazar las cosas, de amarlas, de gozarlas o sufrirlas, de cuidarlas y compartirlas. Decimos sí a la vida, sea cual sea su momento y su expresión: desde la más tierna del embrión humano apenas concebido en el seno de su madre, hasta la más gastada, enferma y envejecida sean cuales sean sus años, y la que está en medio de ambos escenarios cada vez que necesita del cariño, la atención, el cuidado, la defensa de cuanto la puede poner en peligro o bajo escarnio. Toda la vida nos interesa. Alabado sea el Señor.
En esta semana los cristianos hemos celebrado una festividad con agradecimiento conmovido por ese sí especial que pronunció una mujer en el quicio de la historia humana. De él ha dependido todo lo precedente y lo que ha venido después. Bendito “sí” el de María, que a diario posibilita que pronunciemos el nuestro ante Dios, ante los hermanos y ante la historia que nos contempla y juntos edificamos.
Publicado en Iglesia de Asturias.